Introducción
Muchas veces se critica a la sociedad por estar obsesionada con la felicidad: la abundancia de libros de autoayuda, que ofrecen rápida solución a los problemas, se venden hoy más que nunca, y la gente acude al psicólogo al primer signo de trastorno emocional. Si bien la crítica se justifica en cierta medida, está, no obstante, mal dirigida: la obsesión no gira en torno a la felicidad, sino al placer y el bienestar.
El “mundo feliz” de las soluciones rápidas con frecuencia pasa por alto lo más importante. La auténtica felicidad no excluye cierta medida de malestar emocional y de dificultades, que algunos libros de autoayuda y algunos psicólogos intentan eludir. La felicidad involucra nuestra capacidad de superar obstáculos. Como decía Viktor Frankl: “Lo que necesitamos no es vivir sin tensiones, sino la fortaleza para alcanzar las metas situadas al otro lado de ellas. Lo que necesitamos no es librarnos de las dificultades a toda costa, sino encontrar un significado propio a la vida que nos merezca la pena”.
En Practicar la felicidad, Tal Ben-Shahar, profesor de Psicología positiva en Harvard, nos presenta, a modo de diario, 52 reflexiones prácticas para conseguir una vida gratificante. No se trata de un recetario para alcanzar la perfección (quimera reservada para los libros de autoayuda y new age), sino de una serie de observaciones prácticas que ha ido recopilando a lo largo de su trayectoria como docente.
Practicar la felicidad
Ser agradecido. Los psicólogos Robert Emmons y Michael McCullough llevaron a cabo una serie de experimentos en los que pidieron a un grupo de personas que escribieran cada día al menos cinco cosas, de mayor o menor importancia, por las que se sintieran agradecidas. Las respuestas fueron de lo más variadas, e incluyeron desde los padres de los participantes a la música de los Rolling Stones, desde el hecho de despertar cada mañana hasta la existencia de Dios. Resulta que dedicar uno o dos minutos diarios a expresar la gratitud que una persona siente por los hechos de su vida puede tener notables consecuencias. En comparación con el grupo de control, los participantes que expresaron su gratitud por esas cosas no solo desarrollaron una mayor capacidad para apreciar su propia vida, en general, sino que experimentaron niveles más elevados de bienestar personal y emociones positivas: se sentían más felices y eran más asertivos, enérgicos y optimistas. También se mostraron más generosos y dispuestos a ayudar a otros. Además, dormían mejor, sentían ganas de hacer más ejercicio y tuvieron menos síntomas de enfermedades.
Una vez que establecemos el hábito de manifestar nuestra gratitud, ya no hace falta que pase nada especial para sentirnos felices. Nos hacemos más conscientes de las cosas buenas que nos suceden durante el día y cada vez nos vamos acordando de ir poniéndolas en la lista.
Dar tiempo al tiempo. Permanentemente sentimos la presión del tiempo, lo que en cierta medida contribuye a aumentar los porcentajes de depresión que sufrimos actualmente. Una de mis funciones como tutor durante los seis años que estuve en la escuela de posgrado de la universidad consistía en asesorar a los estudiantes en la elaboración de sus currículos. Me llamó la atención que cada año los estudiantes tenían más méritos que sus predecesores, al menos en el papel. Al principio me sorprendieron tantos logros, hasta que me di cuenta del precio emocional que estaban pagando por los títulos cada vez más impresionantes que tenían que incluir en letras cada vez más pequeñas en la página del currículo. En una encuesta de alcance nacional realizada entre estudiantes universitarios, el 95 % dijo sentirse “abrumado por todo lo que tenía que hacer”.
En general, todos nos sentimos demasiado ocupados con la cantidad de cosas que tenemos que hacer cada día, y que son cada vez más. Como consecuencia, no logramos disfrutar de toda la felicidad potencial que nos rodea, ya se trate de lo que hacemos en clase, en el trabajo, al oír música o mirar el paisaje, al estar con nuestra pareja o nuestros hijos.
¿Qué podemos hacer para disfrutar más nuestra vida, dentro de la carrera desenfrenada a la que la mayoría de nosotros nos lanzamos todos los días? La respuesta tiene una parte buena y otra mala. La mala es que, por desgracia, no hay soluciones mágicas. Tenemos que simplificar nuestra vida, bajar un poco el ritmo. La buena noticia es que simplificar nuestra vida, hacer menos en vez de más, no significa que tengamos que sacrificar nuestro éxito.
La regla 80/20, descubierta por el economista italiano Vilfredo Pareto, establece que, en términos generales, el 20 % de la población de un país posee el 80 % de la riqueza; el 20 % de los clientes de una empresa generan el 80 % de sus ingresos, etcétera. En fecha reciente, Richard Koch y Marc Mancini aplicaron la regla 80/20, también conocida como el principio de Pareto, a la gestión del tiempo. Estos investigadores sugieren que podemos hacer el mejor uso posible de nuestro tiempo concentrando nuestro esfuerzo en el 20 % de aquello que nos proporcionará el 80 % del resultado que queremos obtener. Por ejemplo, si escribir el informe perfecto que queremos puede llevarnos de dos a tres horas, seguramente en treinta minutos podremos escribir uno que cumpla con los requisitos mínimos que necesitamos.
Rituales. Muchas investigaciones sugieren que introducir cambios en nuestra vida (aprender nuevos trucos, asumir otros comportamientos, cambiar viejos hábitos) es sumamente difícil. La mayoría de las veces que intentamos cambiar algo, ya sea a título personal o en una empresa u organización, no lo logramos. En su libro El poder del compromiso pleno, Jim Loehr y Tony Schwartz proponen una nueva manera de enfocar los cambios: sugieren que en vez de concentrarnos en fomentar nuestra autodisciplina para conseguir los cambios que deseamos, lo hagamos mediante rituales.
Establecer un nuevo ritual, con frecuencia, puede ser difícil, pero mantenerlo es relativamente fácil. Los atletas de élite tienen rituales: saben que cada día, a determinadas horas, están en la cancha, luego en el gimnasio y después haciendo estiramientos. Para muchos de nosotros, cepillarnos los dientes al menos dos veces al día es un ritual que llevamos a cabo sin dedicarle demasiada concentración ni una disciplina especial. La idea es que enfoquemos de la misma manera los cambios que queramos introducir en nuestra vida.
De acuerdo con Loehr y Schwartz, “el establecimiento de un ritual exige comportamientos muy concretos que deben realizarse en momentos muy específicos… y motivados por valores muy profundos del sujeto”. En el caso de los atletas, estar en una posición de élite es un valor muy apreciado, lo que les lleva a elaborar rituales relacionados con su entrenamiento; la mayoría de las personas valoran altamente la limpieza, por lo que establecen rituales como el de cepillarse los dientes.
Piense en dos rituales que podrían ayudarle a ser más feliz. Podrían ser dedicar quince minutos a meditar todas las tardes, salir con su pareja los martes, inspirar profundamente tres o cuatro veces al despertarse por la mañana, pasar una hora leyendo tranquilamente un día sí y otro no, dedicar dos horas a su entretenimiento favorito todos los domingos por la tarde, etcétera.
Cuando esté seguro de los rituales que quiere adoptar, escríbalos en su diario y empiece a hacerlos. Puede que al principio le resulte difícil establecerlos pero, después de un tiempo, generalmente alrededor de un mes, seguirlos se le hará tan fácil y natural como cepillarse los dientes.
Perfeccionismo y optimalismo. La diferencia fundamental entre el perfeccionista y el optimalista es que el primero, en esencia, rechaza la realidad, mientras que el segundo la acepta.
El perfeccionista quiere que su camino hasta la meta que se ha fijado —y, en realidad, todo su camino por la vida— sea directo, sin tropiezos, libre de obstáculos. Cuando esto no es así —lo que sucederá inevitablemente— se sentirá frustrado y le será muy difícil manejar la situación. Pero mientras que el perfeccionista rechaza toda posibilidad de error o fracaso, el optimalista lo acepta como una parte natural de la vida, como una experiencia inextricablemente unida al éxito. Comprende que no lograr el trabajo que deseaba o reñir alguna vez con su pareja son parte integrante de una vida plena y rica en experiencias; asume estas experiencias como oportunidades de aprender y surge de ellas más fuerte y más capacitado para resistir los embates. Recuerdo que fui infeliz en mis años de universidad, en gran medida por mi rechazo a aceptar el fracaso como una parte necesaria de mi aprendizaje... y de la vida.
El perfeccionista rehúye la realidad y la reemplaza por su mundo de fantasía: un mundo en el que el fracaso no tiene lugar, ni tampoco las emociones negativas, un mundo en el que él podrá alcanzar sus propias cotas de éxito sin fijarse en lo poco realistas que pueden llegar a ser. En contraste, el optimalista está dispuesto a aceptar la realidad; acepta que el mundo real contiene inevitables dosis de fracaso y malestar, y que el éxito hay que medirlo por lo que realmente es posible obtener.
El perfeccionista paga un precio excepcionalmente alto por su negación de la realidad. Su rechazo al fracaso le produce ansiedad ante esa amenaza, siempre presente, y su rechazo a toda emoción negativa suele generar, por el contrario, una intensificación de las emociones que intenta suprimir, lo que le genera una tensión aún mayor. Su empeño en ignorar las limitaciones del mundo real le lleva a imponerse metas y resultados irrazonables e imposibles de lograr y, como al final no podrá alcanzarlos, se siente constantemente acosado por sentimientos de frustración e inadaptación.
En cambio, el optimalista obtiene grandes beneficios emocionales de su visión de la vida y es capaz de tener una vida plena y rica en experiencias, simplemente porque acepta la realidad tal cual es. Dado que piensa que el fracaso es algo que sucede naturalmente —lo que no quiere decir, por supuesto, que le agrade fracasar—, siente menos ansiedad ante las situaciones problemáticas y disfruta más de lo que hace. Como acepta las emociones negativas como una parte inevitable de la vida, no trata de reprimirlas, con lo que estas no se le presentan recrudecidas y sale de ellas armado de un nuevo aprendizaje. Al aceptar las limitaciones existentes en el mundo, se fija metas realistas que pueda alcanzar, con lo que puede saborear el triunfo muchas veces.
Aprender del fracaso o fracasar en el aprendizaje. En su obra sobre la autoestima, Richard Bednar y Scott Peterson señalan que la propia experiencia de enfrentarse a las dificultades —aun arriesgándose a fracasar— ayuda a aumentar la confianza en uno mismo. Si eludimos los retos y las dificultades por miedo al fracaso, nos estamos diciendo a nosotros mismos que no nos sentimos capaces de superar los problemas, que no sabemos cómo actuar ante el fracaso. En consecuencia, nuestra autoestima se debilita. Pero si nos retamos a nosotros mismos a alcanzar determinados objetivos, nos estamos diciendo internamente que somos lo bastante capaces de poder manejar cualquier posible fracaso. Asumir los retos en vez de eludirlos tiene un poderoso efecto sobre nuestra autoestima a largo plazo, más que el propio hecho de perder o ganar, del éxito o el fracaso en sí.
De manera paradójica, nuestra autoconfianza en general y la seguridad de que podemos superar los problemas se refuerzan cuando fracasamos, porque en ese momento nos damos cuenta de que lo peor que podíamos esperar (fracasar) no era en realidad tan terrible como pensábamos. Como el mago de Oz, que resultó ser mucho menos amenazador de lo que todo el mundo creía cuando al fin salió de detrás de la cortina, el fracaso es mucho menos terrible cuando se confronta directamente. Se sufre más por el miedo al fracaso que por el fracaso en sí mismo.
El buscador de virtudes. ¿Por qué algunas personas que tienen todos los motivos del mundo para ser felices, que han hecho realidad todos sus sueños y alcanzado el éxito en sus vidas, se sienten desgraciadas, mientras que otras que han tropezado repetidas veces con penurias e infortunios celebran las cosas buenas de la vida? La razón de este sorprendente (aunque común) fenómeno es que la felicidad no depende únicamente de los hechos objetivos que componen nuestra vida, sino también de la manera subjetiva en que los interpretamos.
Un hecho de la vida puede ser cualquier cosa, desde ganar un campeonato a sacar un simple aprobado en un examen, desde tener un golpe de suerte que nos haga ricos a ser rechazados por nuestra pareja. Pero la manera en que experimentemos ese hecho dependerá en buena medida de la interpretación que hagamos de él, así como de lo que nosotros resaltemos de este: ¿celebro mis éxitos y mis logros, o no les doy mucha importancia, pero sí lo lamento cuando no han sido perfectos? ¿Me reprocho a mí mismo por haber sacado bajas calificaciones o por haber sido rechazado, o presto más atención a las lecciones que estas experiencias pueden enseñarme?
Nadie es inmune a los sentimientos de tristeza o de dolor. Pero hay personas que siempre parecen capaces de encontrar el lado bueno de cualquier situación: se alegran de sus logros así como de los ajenos, tienen la habilidad de transformar un contratiempo en una oportunidad y van por la vida con un aire de optimismo. Y están los otros, que siempre ven el vaso medio vacío, casi nunca encuentran motivo para alegrarse, parecen siempre insatisfechos y viven en una atmósfera de mórbido pesimismo.
El primer ejemplo es el arquetipo del buscador de virtudes: la persona que siempre encuentra el hueco en medio de la tormenta, que si encuentra limón hace limonada, que ve el lado bueno de las cosas, que no recela de lo bueno porque es demasiado bueno. El segundo arquetipo es el que Henry David Thoreau llamó el buscador de defectos, que “encuentra defectos hasta en el paraíso”. El buscador de defectos siempre encontrará motivos para ser infeliz, no importa cuáles sean las circunstancias.
No soy de los que creen que todo sucede para mejor, pero sí que hay personas capaces de sacar lo mejor de cualquier cosa que suceda. La idea de que todo sucede para bien es pasiva; la de que podemos hacer algo bueno con lo que suceda es activa.
Para el buscador de defectos, no hay éxito ni victoria que pueda traer una felicidad duradera; y el fracaso y la calamidad le confirman siempre su visión desoladora de la vida. En contraste, quien aprende a fijarse en lo positivo puede sacar ventaja tanto del éxito como del fracaso. Donde mira el buscador de virtudes, ve oportunidades para el crecimiento y la felicidad.
Gestión de las expectativas. En su libro De buena a grandiosa (Good to Great), Jim Collins cuenta la historia del almirante James Stockdale, el prisionero norteamericano de más alto rango en la guerra de Vietnam. Conocido por su inquebrantable carácter y su capacidad de resistencia, Stockdale definió las dos características más destacadas de los prisioneros americanos con más probabilidades de sobrevivir en las brutales condiciones de las prisiones vietnamitas. Eran los que, en primer lugar, afrontaban y aceptaban plenamente el duro hecho de la situación en que se encontraban, en lugar de quitarle importancia o tratar de ignorarlo. En segundo lugar, nunca dejaron de creer que algún día saldrían de allí. Dicho de otro modo, si bien no trataban de rehuir la dura realidad de su situación, tampoco perdieron nunca la esperanza de que al final la superarían. Por el contrario, tanto quienes pensaban que nunca llegarían a salir de allí como quienes esperaban salir en un período de tiempo exageradamente corto eran quienes menos probabilidades tenían de sobrevivir.
El problema de encontrar el equilibrio adecuado entre, por una parte, unas altas esperanzas y expectativas y, por la otra, una realidad dura y difícil, se aplica en general a todas las situaciones en las que uno se plantea un objetivo. No hay una técnica sencilla con la que se puedan identificar las metas más realistas y capaces de inspirarnos, pero el psicólogo Richard Hackman apunta que “el mejor lugar en que puede uno encontrarse para aprovechar la máxima motivación posible es aquel en el que tenemos una probabilidad de éxito de 50-50”.
Ser sincero. En su libro Radical Honesty (Honestidad radical), Brad Blanton dice: “Todos mentimos enormemente. Y es algo que nos desgasta. Es la mayor fuente de estrés de todo el mundo. La mentira nos mata a todos”. Para la mayoría de las personas —excluyendo al psicópata—, la mentira es estresante y esa es la razón por la que funciona el detector de mentiras. Cuando ocultamos una parte de nosotros mismos, cuando mentimos acerca de la manera en que nos sentimos, el estrés normalmente asociado con el hecho de mentir se suma al proveniente de reprimir nuestras emociones. A la inversa, cuando reconocemos cómo nos sentimos —ante nosotros mismos y ante los demás— sentiremos la calma que acompaña naturalmente a la sinceridad, la liberación y el relax que provienen de aceptarnos a nosotros mismos como seres humanos.
Un informe publicado recientemente en Alemania revela que las personas que se ven obligadas a sonreír como parte de su trabajo (como los dependientes de tiendas y las azafatas) son más propensas a la depresión, el estrés, los trastornos cardiovasculares y la hipertensión. La mayoría de la gente tiene que vivir “tras una máscara” al menos durante una parte del día: los requisitos más elementales de la cortesía hacen que muchas veces tengamos que reprimir nuestras emociones, ya sean de rabia, frustración o entusiasmo. Tanto si tenemos que disimular nuestros sentimientos durante la mayor parte del día (porque trabajamos de cara al público) o solo durante cierto tiempo (cuando interactuamos con otras personas, como tiene que hacer normalmente todo el mundo), la solución a este problema está en saber encontrar lo que Brian Little llama el “espacio de recuperación”, que puede ser un momento para compartir lo que sentimos con un amigo de confianza, un diario personal donde escribir lo que pensamos o, simplemente, unos instantes que podamos pasar solos en nuestra habitación. Dependiendo de cada cual, hay personas a las que les bastan diez minutos para recuperarse de la depresión emocional, mientras que otras pueden necesitar mucho más tiempo. Lo importante es ser sincero con uno mismo durante ese período de recuperación, procurar no fingir ni ocultar nada, permitirse sentir las emociones que surjan.
Lo desconocido. Tememos lo desconocido. Por ello, buscamos seguridad en el presente; queremos saber que tenemos controlada nuestra vida. Más que las malas noticias, tememos la ausencia de noticias: la incertidumbre de un diagnóstico nos parece peor, muchas veces, que uno negativo. Más que mera curiosidad, nuestro deseo de saber es una profunda necesidad existencial..., porque si saber es poder, entonces no saber es debilidad.
Los mortales que han prometido la certidumbre han sido coronados reyes. Cuando sentimos amenazado nuestro futuro, como en las épocas de guerra, seguimos al líder que nos promete la seguridad de saber cómo terminarán las cosas. En tiempos de enfermedad, ponemos al médico en un pedestal. Cuando niños, confiábamos en los todopoderosos adultos para aliviar la ansiedad de nuestras limitaciones; más tarde, cuando descubrimos las imperfecciones paternas, los reemplazamos por Dios, el gurú, el guía... Con todo, en el fondo seguimos presos de nuestra ansiedad, porque en el fondo sabemos que, en realidad, no sabemos. La historia, la arqueología, la psicología no pueden explicar del todo nuestro pasado personal y colectivo. Las vívidas descripciones que se han hecho sobre la vida futura, el horóscopo para el mes que viene, las predicciones de las galletas de la fortuna… no nos dan una imagen segura de lo que nos reserva el futuro, ni siquiera el día de mañana. Y, cuando lo pensamos seriamente, vemos que tampoco tenemos idea de la mayor parte de nuestro presente.
¿Qué podemos hacer? Deberíamos aceptar, incluso celebrar, nuestro desconocimiento. Necesitamos reconocer nuestra incertidumbre para poder vivir cómodos con ella. Solo cuando podamos sentirnos cómodos con nuestra ignorancia podremos transformar nuestra incomodidad frente a lo desconocido en un sentimiento de profundo asombro y maravilla. Cuando logremos reaprender a percibir el mundo y nuestras vidas, se revelará ante nosotros el milagro.
La consecución del éxito. La profesora Ellen Langer realizó un experimento en el que pidió a dos grupos de estudiantes que evaluaran el nivel de inteligencia de un cierto número de destacados científicos. Al primer grupo de estudiantes no se le dio ninguna información acerca de cómo esos científicos habían alcanzado sus éxitos. Estos estudiantes asignaron un alto valor a la inteligencia de los científicos y no consideraron que sus logros fueran alcanzables por personas normales. A los estudiantes del segundo grupo se les facilitó la misma lista de científicos y de éxitos logrados por ellos, pero además se les proporcionó información acerca de los pasos que los científicos siguieron hasta culminar sus investigaciones: las pruebas realizadas, los errores y los reveses experimentados durante su trabajo. Los estudiantes de este grupo también dieron una alta evaluación a los científicos (al igual que el primer grupo) pero, a diferencia del otro grupo, consideraron que los logros de los científicos eran alcanzables por personas normales.
Los estudiantes del primer grupo, a quienes solo se les comunicaron los éxitos alcanzados por los científicos, asumieron una mentalidad perfeccionista, desde la cual solo veían una parte de la realidad: el resultado; los estudiantes del segundo grupo, en cambio, que recibieron información sobre los éxitos de los científicos pero también sobre los pasos que siguieron, adoptaron una mentalidad optimalista, desde la que observaron la realidad en su conjunto, tanto el resultado como el proceso que condujo hasta allí.
No hace falta decir que toda victoria llega tras una serie de pasos: alguien estudia algo durante años, llevándose muchos fracasos, esforzándose por superarlos y atravesando una serie de altibajos hasta alcanzar la meta. El mundo de la música, por ejemplo, está lleno de éxitos que aparecen “de la noche a la mañana”, pero la verdad es que sus autores trabajaron mucho y durante años antes de alcanzar esos éxitos. Lo que pasa es que vemos solo el resultado final y pasamos por alto el esfuerzo en energía y tiempo que hizo falta para llegar ahí; en consecuencia, esos éxitos nos parecen inalcanzables, la obra de un genio sobrehumano. Como dice Langer: “Al conocer la manera en la que alguien ha alcanzado su meta, tendemos a ver sus logros como el resultado de un considerable esfuerzo y, así, nuestras propias metas nos parecen más fáciles de alcanzar... Las personas pueden imaginar mejor su avance a través de pequeños pasos, no situadas de una vez en las alturas, que así parecen inalcanzables”.
Nuestras relaciones: enemigos maravillosos. En su revolucionaria obra La esclavitud femenina, el filósofo inglés del siglo XIX John Stuart Mill abogaba por la liberación de la mujer, argumentando que “el principio que regula las relaciones sociales existentes entre ambos sexos —la subordinación legal de un sexo al otro— es erróneo en sí mismo y uno de los principales impedimentos del desarrollo humano”. Solo cuando el hombre y la mujer sean iguales, podrán “disfrutar del goce de admirarse mutuamente y compartir de modo alternativo el placer de guiar y ser guiado en el camino del desarrollo”. En una relación saludable, tanto el hombre como la mujer, en distintos momentos, marcan el camino y promueven el desarrollo del otro.
La idea de guiar y ser guiado se aplica no solo a la relación de pareja entre el hombre y la mujer, sino a toda relación íntima o cercana. En su Ensayo sobre la amistad, Ralph Waldo Emerson reconoce la oposición como una precondición necesaria para la amistad. Escribe Emerson que él no busca en un amigo una “masa de aceptaciones” ni un “apoyo trivial”, es decir, alguien que conviniera en todo lo que él dijera, sino un “enemigo maravilloso, indomable, fervientemente venerado”.
Alguien que solo quiera ser “maravilloso” conmigo y apoyarme sin jamás oponerse ni desafiar nada de lo que digo y hago no me ayudará a crecer y a mejorar; mientras que alguien que solo contradiga cualquier cosa que yo diga o haga, sin miramientos y sin darme ningún apoyo, será un contrincante desconsiderado. Un amigo auténtico tiene que ser a la vez maravilloso conmigo y mi enemigo. Un enemigo maravilloso cuestionará mi actitud y mis palabras, y al mismo tiempo aceptará mi persona sin condiciones. Un enemigo maravilloso es alguien que me respeta y me quiere lo bastante para ser capaz de oponerse a lo que digo y lo que hago, sin que su oposición a mis palabras o acciones llegue a cambiar lo que siente por mí como persona.
La generación del halago. Cuando estuve en Australia el año pasado, oí por la radio a un grupo de líderes empresariales que se quejaban de la generación más reciente de graduados universitarios: estos jóvenes inteligentes, educados, menores de treinta años, que entraban al mercado laboral, tenían que estar recibiendo constantemente mimos y halagos por lo que hacían y, cuando se les criticaba, cogían una rabieta y hasta eran capaces de dejar el trabajo. Los directivos de Estados Unidos y el mundo occidental tienen el mismo problema. Para la generación anterior, muchos de cuyos integrantes se educaron con algún que otro coscorrón, el fenómeno de los malcriados recién llegados constituye un problema.
Carol Dweck llama a estos recién llegados al mundo empresarial “la generación del halago”. Suelen ser producto de padres y maestros bienintencionados que, movidos por el deseo de favorecer la autoestima de los jóvenes, les ofrecieron constantes y exagerados halagos (para fortalecer su ego) a la vez que evitaban hacerles cualquier tipo de crítica (que podría dañar su frágil autoestima). Pero el resultado, la mayoría de las veces, es lo contrario de lo que se buscaba: en lugar de convertirse en adultos con una elevada autoestima, los niños crecieron con una personalidad inmadura y malcriada. Como dice Dweck: “Ahora tenemos una fuerza de trabajo que necesita que le estén dando ánimo constantemente y que no soporta la crítica. Lo que no es precisamente una buena receta para el éxito en los negocios, donde es fundamental la capacidad de asumir retos, ser persistente y ser capaz de admitir y corregir los propios errores”.
Toma de decisiones. Cuando empezaba su carrera, Jim Burke, el exitoso directivo de Johnson & Johnson durante treinta años hasta su retiro en 1989, descubrió pronto la importancia de aprender de los propios errores, gracias al general Johnson. En una ocasión en la que Burke había desarrollado un nuevo producto que resultó ser un desastre total, lo llamó el general Johnson, en aquel entonces presidente del consejo de administración. Burke esperaba que lo despidiera. En cambio, el general Johnson le tendió la mano y le dijo:
Quiero felicitarlo. Todo en los negocios se resume en tomar decisiones, y quien no toma decisiones no puede equivocarse. Mi trabajo más difícil es lograr que la gente tome decisiones. Si vuelve a equivocarse otra vez en lo mismo, estará despedido. Pero espero que tome muchas otras decisiones, y que comprenda que habrá más fracasos que éxitos.
Burke adoptó esa misma filosofía cuando fue ascendido a directivo: “Solo crecemos si corremos riesgos. Toda empresa de éxito está repleta de fracasos”. Antes de entrar a trabajar en Johnson & Johnson, Burke había fracasado en otras tres empresas. Al hacer públicos esos fracasos, y al contar una y otra vez la historia de su encuentro con el general Johnson, Burke transmitió una importante enseñanza a sus empleados.
Escuchar la llamada interior. El psicólogo Abraham Maslow dice que “el destino más agradable, la mejor fortuna que puede tener un ser humano es que le paguen por hacer lo que más quiere hacer”. No siempre es fácil descubrir cuál es el trabajo que puede proporcionarnos esa “buena fortuna” que ayuda a nuestra felicidad. Las investigaciones sobre la relación que tienen las personas con su trabajo pueden servirnos de ayuda.
La psicóloga Amy Wrzesniewski y sus colaboradores señalan que las personas experimentan el trabajo que hacen de una de estas tres maneras: como un oficio, como una carrera o como una vocación. Un oficio se percibe principalmente como una tarea, algo que se hace por dinero más que por auténtico interés personal. La persona va al trabajo cada mañana básicamente porque tiene que hacerlo, no precisamente porque lo desee de una manera especial, y su razón no es otra que la paga que recibirá a fin de mes, sin mayor expectativa que esperar que llegue cada viernes o la época de vacaciones.
Cuando el trabajo se percibe como una carrera, eso se debe principalmente a factores extrínsecos, como el dinero que proporciona esa ocupación y el progreso que reporta en términos de poder económico y prestigio social. La persona que ve así su trabajo está siempre esperando un ascenso, un escalón más en la jerarquía laboral: de profesor asociado a catedrático, de maestra a directora, de vicepresidente a presidente, de asistente del editor a editor jefe.
Pero para la persona que siente su trabajo como una vocación, lo que hace es en realidad un fin en sí mismo. Por supuesto, la paga no deja de ser importante, ni tampoco la posibilidad de un ascenso, pero la razón principal para su trabajo es que quiere hacerlo. Su motivación es intrínseca, y siente con ello una especie de realización personal. Para esta persona, sus metas son coherentes. Se apasiona por lo que hace y obtiene satisfacción personal de su trabajo: siente que para ella es, más que una obligación, un privilegio.
Reforzadores de felicidad. En lo que respecta a la propia felicidad, la mayoría de las personas pasa de vez en cuando por rachas de escasez. No he conocido muchos estudiantes a los que les guste la época de exámenes; y aun en los mejores ambientes de trabajo, siempre hay algunos proyectos menos interesantes que otros. Ya sea por necesidad o por decisión propia, la mayoría de nosotros pasamos por períodos en los que no disfrutamos mucho con lo que hacemos. Por suerte, eso no significa que tengamos que resignarnos a ser infelices durante ese tiempo.
Las actividades agradables e importantes para uno son como una vela en una habitación oscura: así como una llama o dos son suficientes para iluminar una habitación, una o dos experiencias felices durante un período sin mucho entusiasmo pueden transformar nuestro estado general. A esas experiencias breves pero transformadoras las llamo reforzadores de felicidad: son cosas que pueden durar desde unos pocos minutos a algunas horas, y que son agradables al tiempo que nos proporcionan un sentido, que nos aportan un bienestar actual y futuro.
El nivel de felicidad de las personas depende básicamente de tres factores: un nivel básico genéticamente determinado, diversos factores circunstanciales que repercuten sobre nuestro grado de felicidad y las prácticas y actividades que realice la persona para ser feliz. No tenemos ningún control sobre nuestra disposición genética y, muchas veces, es poco lo que podemos hacer para influir en las circunstancias que nos afectan, pero sí tenemos un alto grado de control sobre las prácticas y actividades que realizamos. En este último aspecto, según Lyubomirsky y sus colegas, “están las mejores oportunidades para mejorar nuestra felicidad constantemente”, porque realizar actividades agradables que sean significativas para nosotros puede aumentar considerablemente nuestro bienestar.
raul velasco
Libro ilustrativo con marcado carácter práctico, sin duda también Tal Ben plasma sus creencias y experiencias. Recomendable 100%
Manuel Torres Mendez
Excelente lectura, da consejos que puedes poner en práctica muy rapido.
David Tertov
100% Recomendable!