Introducción
Mientras que a muchas buenas ideas les cuesta sobremanera llegar a ser conocidas en el mundo, otras -sin ninguna base real- circulan ampliamente, se aceptan sin reservas e influyen en los hábitos de un gran número de personas. Entre estas últimas destacan por su falsedad y carácter contagioso las llamadas “leyendas urbanas”.
Una de ellas cuenta la historia de un hombre de negocios al que una atractiva mujer invita a una copa. Sorprendido y halagado, el hombre acepta. La desconocida le trae una bebida, él toma un sorbo y no recuerda nada más hasta que, desorientado, despierta en la bañera de un hotel completamente sumergido en cubitos de hielo. Mira a su alrededor intentando averiguar dónde está y cómo ha llegado hasta allí. Entonces ve una nota que dice: “No se mueva. Llame al 112”.
En una mesita junto a la bañera hay un teléfono móvil. El hombre marca el número torpemente, con los dedos entumecidos por el frío. La operadora, extrañamente familiarizada con la situación, le pregunta si “siente un tubo sobresaliéndole por la parte inferior de la espalda”. Descubre que, efectivamente, es así y la operadora le responde: “Por favor, mantenga la calma. Le han extraído un riñón. Hay una red de tráfico de órganos en la ciudad y han dado con usted. Una ambulancia va de camino; no se mueva hasta que llegue”.
Circulan cientos de versiones de esta historia, pero todas ellas comparten un núcleo formado por tres elementos: la droga en la bebida, la bañera llena de hielo y el desenlace. Cualquiera de nosotros sería capaz de incluir los tres elementos en una nueva versión con tan sólo haberla oído contar una única vez.
Ello se debe a que la historia del robo del riñón, y muchas otras leyendas urbanas similares, son contagiosas. Las comprendemos, las recordamos, podemos volver a contarlas y, si creemos que son ciertas, serán capaces de modificar nuestra conducta permanentemente, al menos –en este caso- en lo que se refiere a aceptar bebidas de atractivas y desconocidas mujeres.
Comparemos esta historia con el siguiente pasaje extraído de un folleto distribuido por una ONG: “La cimentación comunitaria integral se presta de forma natural a un racionalismo del rendimiento de la inversión, susceptible de ser modelado a partir de la práctica actual”. Y continúa argumentando que “un factor restrictivo del flujo de recursos hacia los CCI consiste en que los órganos de financiación a menudo deben recurrir al establecimiento de objetivos o requisitos categóricos en la concesión de donaciones con vistas a garantizar la corresponsabilidad”.
En este caso, es difícil asegurar que habrá alguien capaz de repetir el contenido del pasaje, incluso aunque lo leyera varias veces; simplemente, carece de él. Por desgracia, la mayoría de las comunicaciones en nuestros lugares de trabajo están lejos de ser contagiosas, y se parecen más a este último pasaje que a la mencionada leyenda urbana.
A pesar de ello, todos aspiramos a modelar nuestras ideas y a hacerlas interesantes, esforzándonos por comunicarlas eficazmente y conseguir que marquen una diferencia. La gran pregunta es: ¿cómo conseguir que una idea loable y verdadera circule con tanta eficacia como el falso relato del robo del riñón? ¿Cómo convertirla en pegadiza y contagiosa?
Veamos cómo lo hizo el Centro Científico para el Interés Público (CSPI), una organización sin ánimo de lucro cuya misión es educar a la sociedad en cuestiones de nutrición. En ejercicio de sus competencias, el CSPI había enviado varios cucuruchos de palomitas, procedentes de una docena de salas de cine de tres grandes ciudades, a un laboratorio para que realizase su análisis nutricional; los resultados sorprendieron a todo el mundo.
El Ministerio de Agricultura Estadounidense (USDA) recomienda que una dieta normal no sobrepase los 20 gramos de grasas saturadas al día. Sin embargo, los informes del laboratorio mostraron que el cucurucho de palomitas contenía 37 gramos debido a la utilización de aceite de coco en su preparación.
El problema que tenía el CSPI era de comunicación: poca gente sabía lo que significan “37 gramos de grasas saturadas”, si se trataba de una cantidad ajustada o desequilibrada, y si era verdaderamente perjudicial (como un cigarrillo) o tan sólo algo no recomendable (como una galleta o un batido). Era un concepto seco y académico.
Los expertos de la organización podrían haber creado algún tipo de comparación visual, al estilo de un anuncio, que enfrentara la cantidad de grasa saturada de las palomitas a la cantidad diaria recomendada por el USDA, empleando por ejemplo un gráfico de barras donde una de ellas fuera el doble de alta que la otra. Pero seguiría siendo demasiado científico y racional, y la cantidad de grasa no era racional, sino verdaderamente alarmante. Necesitaban encontrar la manera de modelar el mensaje para comunicar precisamente esta preocupación a la población.
Finalmente, en 1992 convocaron una rueda de prensa en la cual presentaron este mensaje: “Una porción mediana de palomitas con mantequilla de una sala de cine cualquiera contiene más grasas que obstruyen las arterias que unos huevos con bacon para desayunar, un Big Mac con patatas para comer y un filete para cenar, con sus correspondientes guarniciones, todos ellos juntos”. Para la ocasión tampoco se menospreció el poder de las imágenes, sino que se expuso ante las cámaras de televisión el menú grasiento al completo junto a una única porción de palomitas.
La noticia causó sensación de inmediato; apareció en la CBS, la NBC, la ABC y la CNN, ocupó las portadas de USA Today, Los Angeles Times y la sección de estilo del Washington Post. La idea se propagó y los cinéfilos, asqueados por la noticia, huyeron en masa de las palomitas. Las ventas se desplomaron y los empleados de las salas de cine se acostumbraron a sortear preguntas sobre si las palomitas se elaboraban con aceite de ínfima calidad.
Esta historia es la historia del éxito de una idea, en este caso, verdadera. Los responsables del CSPI conocían al público al que iba dirigido el mensaje, y desarrollaron una forma de comunicar la idea que les hiciera escuchar y atenerse a ella. La idea cuajó del mismo modo que la historia del robo del riñón.
El asunto de las palomitas se parece mucho a las ideas que solemos manejar todos los días. Son ideas interesantes pero no sensacionales, verídicas pero no increíbles, importantes pero no de vida o muerte. Los autores de este libro, un éxito de ventas en Estados Unidos y en todo el mundo, lo han escrito para ayudarnos a que nuestras ideas se propaguen, se entiendan, se recuerden y causen un efecto duradero, modificando las opiniones o las conductas de nuestro público.
De su estudio de cientos de ideas contagiosas, observaron que una y otra vez su funcionamiento se basaba en los mismos seis principios básicos: 1) ser simple; 2) ser unívocamente inesperado; 3) ser concreto; 4) ser creíble; 5) ser emotivo; 6) contar una historia o una sucesión de hechos. Estos son los seis pilares sobre los que se apoyan las ideas que triunfan. En definitiva, los requisitos imprescindibles de toda idea brillante son: un suceso unívocamente inesperado, concreto, creíble, emotivo y simple.
Para aplicar estos principios no se necesita ningún conocimiento especial, no existe el título universitario de contagiólogo. Muchos de ellos son una simple cuestión de sentido común. Desgraciadamente, su presencia en nuestras vidas se ve limitada por lo que los autores denominan la “maldición del conocimiento”, o la tendencia psicológica que nos lleva a olvidar qué significa ignorar algo una vez que lo conocemos. Cuando un director general, por ejemplo, está hablando de “liberar el valor del accionariado”, demuestra que le cuesta ponerse en el lugar de sus empleados que, carentes de su experiencia, entienden la expresión con dificultad. Si comparamos esa proposición con el famoso alegato de J. F. Kennedy en 1961 de “mandar un hombre a la Luna y que regrese sano y salvo antes del final de la década”, comprobamos que éste es más sencillo, unívocamente inesperado, concreto, creíble, emotivo y representa más una sucesión de hechos que aquella.
Este libro muestra cómo transformar nuestras ideas para vencer la maldición del conocimiento mediante los seis principios del contagio.
Ser simple
Para despojar una idea de todo lo accesorio hasta llegar a su núcleo, debemos dominar la técnica de la exclusión y priorizar implacablemente. No se trata de resumir; lo ideal no son las citas jugosas, sino los refranes. Tenemos que crear ideas que sean a la vez sencillas y profundas. La regla de oro es la máxima simplicidad.
El ejército, por ejemplo, invierte una ingente cantidad de energía en planificación y sus procedimientos se refinan año tras año. El sistema es una maravilla de la comunicación, aunque tiene el inconveniente de que, a menudo, los planes resultan ser inútiles, pues se producen situaciones impredecibles: cambios meteorológicos, la destrucción de un activo clave o una respuesta inesperada del enemigo.
Los planes en sí no funcionan en el campo de batalla. Por esa razón, en los años 80 el ejército estadounidense adaptó su proceso de planificación e inventó un concepto denominado la “intención del comandante”. Se trata de una instrucción escueta y en lenguaje llano que aparece en el encabezamiento de cada orden, precisando el objetivo o el plan de una operación. Para los altos mandos del ejército, la “intención del comandante” puede ser relativamente abstracta: “quebrantar la voluntad del enemigo en la región suroeste”. En los mandos tácticos, correspondientes a coroneles y capitanes, esta intención es mucho más concreta: “colocar el tercer batallón sobre la colina 4305, despejarla del enemigo, dejando sólo retenes para proteger el flanco de la Tercera Brigada”.
La “intención del comandante” pretende homogeneizar la conducta de los soldados a todos los niveles, sin requerir instrucciones detalladas de sus superiores. Una vez que se conoce el fin deseado, se puede improvisar si es necesario para lograrlo. Los estrategas militares son conscientes de que ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. Este principio es válido incluso para personas sin experiencia militar. Ningún plan de ventas sobrevive al contacto con los clientes. Ningún plan de clase sobrevive al contacto con adolescentes.
El primer paso para conseguir que una idea sea contagiosa es encontrar su esencia, es decir, despojarla de todos los elementos superfluos y tangenciales e, incluso, de aquellos que pueden ser fundamentales pero no son lo más importante. Para entender lo que en la práctica empresarial significa simplificar, analicemos el caso de Southwest Airlines cuando, deliberadamente, hace caso omiso de las preferencias gastronómicas de sus clientes.
Southwest lleva décadas reduciendo sus costes y esa es la clave de su éxito. Para conseguirlo, la compañía se ve obligada a coordinar día a día a miles de empleados, desde mercadólogos a manipuladores de equipaje. Southwest cuenta con su propia “intención del comandante” o la esencia que le ayuda a dirigir esta coordinación. Cuentan que Herb Kelleher, el director general más longevo de la compañía, le aseguró una vez a alguien que podía enseñarle en 30 segundos el secreto para gestionar la aerolínea. Le dijo lo siguiente: “Somos la aerolínea de bajo coste. En cuanto comprenda esto, podrá tomar cualquier decisión sobre el futuro de la compañía con el mismo acierto que yo”.
Para ilustrar con un ejemplo lo que quería decir, Kelleher citó el caso de una empleada de marketing que le plantea incluir un almuerzo ligero en el vuelo de Houston a Las Vegas, ya que las encuestas de los pasajeros así lo sugieren. Aquí, lo único relevante para tomar la decisión sería, según Kelleher, saber si ofrecer el almuerzo convertiría a Southwest en la aerolínea de bajo coste entre Houston y Las Vegas.
La “intención del comandante” de Kelleher es ser la aerolínea de bajo coste. Es una idea sencilla, pero lo suficientemente útil como para dirigir las acciones de los empleados de Southwest durante más de 30 años.
Simplificar también significa ser capaz de forzar el orden de prioridades, algo que a veces resulta muy difícil. Las personas inteligentes reconocen el valor de todos los materiales, son capaces de encontrar matices y perspectivas múltiples y, gracias a que aprecian íntegramente las complejidades de una situación, a menudo sienten la tentación de quedarse ahí. La tendencia de gravitar hacia la complejidad está permanentemente enfrentada a la necesidad de priorizar. Esta difícil tarea (forzar prioridades dentro de la complejidad) fue exactamente lo que se encontró James Carville en la campaña presidencial de Clinton de 1992.
La campaña no sólo contaba con las complejidades habituales que acompañan este tipo de procesos electorales, sino que propio Clinton complicaba las cosas con su tendencia a pontificar sobre prácticamente cualquier pregunta que le hicieran, en lugar de centrarse en unos pocos principios fundamentales.
James Carville, su principal asesor político del momento, tuvo que hacer frente a estas complicaciones. Un día, mientras se esforzaba por centrar la campaña, se le ocurrió una frase: “Es la economía, idiota”. Este mensaje se convertiría en la esencia del éxito de la campaña de Clinton. Aunque el futuro presidente a veces se sintiera obligado a hablar de otros temas, también sus asesores solían disuadirle diciéndole: “Necesitamos racionar los mensajes. Si dice tres cosas, no está diciendo nada”. La frase caló entre el electorado, pues en 1992 la economía estadounidense estaba atascada en una recesión y sanearla era el principal interés de la mayoría de la población.
Cualquiera puede inventarse una frase breve y concisa; lo increíblemente difícil es crear una frase profunda y concisa. El esfuerzo vale la pena, ya que encontrar la esencia de una idea y comunicarla de una forma sintética nos otorga una influencia perdurable sobre nuestro público.