Introducción
Tras el arrasador éxito de sus estudios y publicaciones sobre la inteligencia emocional, Daniel Goleman ha optado por dar un giro en el enfoque de su investigación, abandonando por un momento la psicología unipersonal para abordar un nuevo paradigma de esta ciencia, cuyo centro de atención no es el individuo aislado, sino los sujetos que entran en relación. En este libro, Goleman explora el correlato de esta “psicología interpersonal” en el campo de la neurociencia, y encuentra abundantes evidencias sobre la forma en que nuestra configuración cerebral condiciona nuestras relaciones sociales, al tiempo que estas moldean y configuran nuestro cerebro.
Hoy por hoy, la ciencia se encuentra en disposición de dar respuesta a muchas de las incógnitas del cerebro. Gracias a la resonancia magnética, los científicos han obtenido imágenes increíblemente detalladas del cerebro que, al ser proyectadas en la pantalla de un ordenador, permiten identificar las regiones cerebrales que se activan durante una determinada actividad o interacción social. Así, con la posibilidad de cartografiar las diferentes regiones cerebrales que intervienen en las dinámicas interpersonales, se empiezan a desvelar los mecanismos neuronales que intervienen en las diferentes situaciones de nuestra vida: comenzamos a saber qué ocurre en nuestro cerebro cuando oímos la voz de un amigo o cuando experimentamos un arrebato de pánico escénico.
Sin embargo, el descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro cerebro está programado para conectar con los demás: y es que cada vez que dos o más personas se encuentran o se comunican, en sus cerebros se inicia una suerte de danza emocional. Ciertas regiones se activan, se segregan ciertas hormonas y ciertas conexiones neuronales se disparan. En su conjunto, este sutil “tango de sentimientos” será más o menos armónico según el tipo de conexión existente entre las personas en cuestión. Ahora bien, a medio y largo plazo, estas relaciones sociales no solo irán esculpiendo la forma, el tamaño y el número de neuronas de cada sujeto, sino que irán influyendo silenciosamente en su carácter, en su biología e incluso en su salud.
Las personas que nos rodean tienen la capacidad de moldear y definir nuestros estados de ánimo y nuestra biología, al tiempo que nosotros ejercemos una influencia análoga en ellos. Esa comprensión profunda del influjo que las relaciones tienen en nuestra vida y en la de los demás da origen a lo que puede llamarse la “inteligencia social”, cuyo desarrollo exige, a un mismo tiempo, conocer la forma en que funcionan las relaciones y comportarse adecuadamente en ellas. Una persona socialmente hábil podría, como lo hace un luchador de jiu-jitsu, reconocer las energías emocionales hostiles y orientarlas para que se tornen positivas.
Programados para conectar con los demás
Retroceda unos cien mil años e imagine a una especie tan frágil como la nuestra enfrentada a la inminente amenaza de ser devorada por criaturas enormes, salvajes y hambrientas. Si a algo le podemos atribuir el hecho de haber sobrevivido a un escenario tan adverso, es a la capacidad de nuestros ancestros para organizarse entre ellos. Si a esto le sumamos la evidencia de que la evolución de nuestra especie responde principalmente al desarrollo complejo de nuestros cerebros, no resulta descabellado suponer que ese órgano gris y viscoso haya desarrollado todo tipo de medidas para favorecer la comunicación con los otros y lograr la supervivencia de la especie. De hecho, algunas observaciones científicas de los macacos han encontrado que los más sociables son los que tienen más probabilidades de sobrevivir.
La capacidad de los homínidos para comunicar a los demás la presencia de un peligro y transmitir ágilmente las señales de alarma sería, por lo tanto, una cuestión de vida o muerte. Al parecer, la respuesta evolutiva a esta necesidad consistió en orientar la mente humana para que estuviese en interacción continua e invisible con las mentes de los otros. Miles de años antes de que surgiera el lenguaje verbal, el cerebro habría generado una serie de mecanismos para facilitar la comunicación entre individuos y poder, entre otras cosas, diversificar la vigilancia del grupo ante las amenazas latentes del entorno.
Una de las formas en que el proceso evolutivo logró este cometido consistió en permitir que el cerebro de cada individuo leyera rápidamente las emociones de sus compañeros y así, por ejemplo, cuando alguno experimentara temor, esta sensación se difundiera entre todos y propiciara las consiguientes reacciones defensivas de ataque o de huida. En efecto, los escáneres cerebrales han constatado que la amígdala sólo requiere entre dos y tres centésimas de segundo para registrar las señales del miedo en el rostro de otra persona.
Una herramienta muy recurrente en los estudios neurológicos de esta naturaleza consiste en analizar el cerebro de las personas con deficiencias sociales para rastrear el origen de las mismas. Por eso se han dedicado muchos esfuerzos al estudio de personas con síndrome de Asperger, una variante del trastorno autista en la que el sujeto no tiene capacidad de comprender lo que está pasando por la mente de otra persona y desvelar sus intenciones o sentidos ocultos y, en consecuencia, es incapaz de detectar una ironía, de comprender el humor o de percibir la malicia. Al comparar los cerebros normales con los de estas personas, a quienes en esencia les ha sido negada la posibilidad de la empatía, los científicos han identificado algunas diferencias que les permiten ubicar los circuitos en los que se asientan las distintas formas de inteligencia social.
Hace pocos años, un neurocientífico italiano llamado Giacomo Rizzolatti descubrió la existencia de lo que denominó “neuronas espejo”, que reproducen las acciones que vemos en los demás y emiten un impulso de acción para que las imitemos. Estas neuronas, que constituyen un claro legado de nuestra milenaria evolución y que presentan disfuncionalidades en personas con síndrome de Asperger, nos permiten entender lo que sucede en la mente de los demás sin tener que apelar a los razonamientos conceptuales, sino mediante la simulación directa del sentimiento que identifican en el otro. Y el que algunas de estas neuronas se ubiquen en el córtex prefrontal, cerca de aquellas que controlan el lenguaje y el movimiento, explica nuestro impulso natural a imitar las palabras y las acciones de los otros. En ese sentido, las neuronas espejo constituyen una expresión neurológica de aquel adagio según el cual “cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo”.
Como han corroborado infinidad de estudios neurológicos y de pruebas empíricas, las emociones son contagiosas. En la interacción humana se produce un continuo feedback intercerebral, en el que el output de uno es input del otro. Mientras que los circuitos neuronales de una persona movilizan de forma inconsciente su musculatura facial, haciendo que sus emociones se expresen en sus gestos, las neuronas espejo de quien lo observa garantizan que, al advertir en su rostro determinada emoción, pueda experimentarla en carne propia. Esto significa que no vivimos nuestras emociones de forma aislada, sino que las personas con quienes nos relacionamos las experimentan con nosotros. Y en la medida en que esta función cerebral nos permite “sentir” al otro de forma literal, constituye la base neuronal de la empatía.
El afamado director de teatro Stanislavski sabía que los actores podían experimentar las sensaciones que debían representar si rememoraban episodios emocionales propios o ajenos. Esto ha sido constatado por los escáneres cerebrales que han identificado que la reacción neuronal es casi idéntica cuando se experimentan los sentimientos propios o los ajenos, es decir, que las conexiones sinápticas que se activan cuando se le pregunta a una persona por las emociones de otro son las mismas que se activan cuando se le pregunta por sus propias emociones.
Para los psicólogos, la empatía reúne tres elementos: reconocer los sentimientos del otro, sentirlos uno mismo y responder de forma compasiva. Pues bien, la neurología también ha logrado encontrar una explicación cerebral del tercer elemento, al observar que el contagio emocional no se limita a la transmisión del sentimiento, sino que prepara al cerebro para realizar una acción consecuente. Así, por ejemplo, ver a alguien asustado no sólo transmite el miedo, sino que activa el impulso a la acción. Estos estudios le han dado la razón a Mengzi, el sabio chino que tres siglos antes de Cristo afirmó que “la mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes”. Cuando vemos a otro en problemas se disparan en el cerebro circuitos similares que generan una resonancia empática neuronal, la cual es el preludio de la compasión que nos lleva, por ejemplo, a acudir de forma automática en ayuda de un niño que grita. En otras palabras, “sentir con” predispone a “actuar por”.
Diversos experimentos realizados con roedores, con macacos y con bebés humanos han puesto de relieve que, en efecto, las tres especies compartimos un impulso automático a dirigir la atención hacia otro que sufre, a sentir de forma semejante y a intentar ayudarle. Adicionalmente, los estudios con seres humanos han extendido esta conclusión para afirmar que cuanto mayor sea la atención prestada, mayor la capacidad de captar el estado interno de otro de forma clara, rápida y sutil. Igualmente, se ha detectado que el ensimismamiento, en cualquiera de sus formas, dificulta el establecimiento de la empatía e impide, en consecuencia, el surgimiento de la compasión.
Esta última conclusión constituye una alerta evidente frente a los costes emocionales y sociales de las nuevas formas de autismo social que se multiplican en el mundo contemporáneo, donde las personas parecen desconectarse de quienes les rodean para establecer contacto con una realidad virtual, bajo el influjo de sus iPods, sus teléfonos móviles y otros artefactos. Ya en 1963, cuando la televisión comenzaba a difundirse en todos los hogares, T. S. Elliot afirmó que aquella “permite que millones de personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos”.