Introducción
Las organizaciones inteligentes son buenas y dominan los principios fundamentales clásicos de la empresa, es decir, temas como la estrategia, el marketing, las finanzas y la tecnología, las llamadas ciencias de decisión.
Pero la inteligencia no es más que la mitad de la ecuación. Y, sin embargo, ocupa la mayor parte del tiempo, de la energía y de la atención de muchos ejecutivos. La otra mitad de la ecuación, que se suele ser descuidar ampliamente, es la que tiene que ver con la salud de la organización en su conjunto.
Una buena forma de averiguar si una empresa es saludable es buscar las señales que lo indican. Estas incluyen confabulaciones y confusión mínimas, altos grados de moral y productividad, y un nivel de rotación muy bajo entre los buenos empleados. En pocas palabras: una compañía es sana cuando es coherente, clara y completa, y su gestión, operaciones y cultura van unidas.
Muchos líderes prefieren buscar respuestas donde hay más luz, donde se sienten más cómodos. Y la luz es ciertamente mejor en el mundo mensurable, objetivo y basado en los datos de la inteligencia organizacional (el lado inteligente de la ecuación), que en el mundo mucho más desordenado e impredecible de la salud organizacional.
Estudiar hojas de cálculo, diagramas de Gantt y balances es relativamente seguro y predecible, y la mayoría de los ejecutivos lo prefieren. Es lo que les han enseñado y es con lo que se sienten más cómodos. Lo que normalmente quieren evitar a toda costa son las conversaciones subjetivas que fácilmente pueden adquirir un tono emocional e incómodo. Y, realmente, la salud organizacional tiene muchos números para suscitar conversaciones subjetivas e incómodas.
Por eso tantos líderes, a pesar de que reconocen el daño que las confabulaciones y la confusión causan en sus organizaciones, siguen dedicando su tiempo a otras disciplinas más tradicionales. Lamentablemente, las oportunidades de mejora y ventaja competitiva que encuentran en estas áreas solo son incrementales y efímeras.
Es verdad. Las ventajas que se pueden obtener en las áreas empresariales clásicas —finanzas, marketing, estrategia—, a pesar de toda la atención que reciben, son incrementales y efímeras. En este mundo de información ubicua y de intercambios tecnológicos en nanosegundos, es más difícil que nunca mantener una ventaja competitiva basándose en la inteligencia o el conocimiento. Actualmente, la información cambia de manos demasiado deprisa. Algunas compañías, e incluso industrias enteras, aparecen y desaparecen más deprisa de lo que hace una década hubiéramos imaginado.
Y, sin embargo, la inteligencia —a pesar de su importancia— se ha convertido en una especie de commodity. No es más que una licencia de juego, un estándar mínimo requerido para tener una posibilidad de éxito. Sin duda, no es suficiente para conseguir una ventaja competitiva significativa y sostenible durante un largo período de tiempo.
De hecho, la falta de inteligencia, de conocimiento del sector o de conocimiento de la industria casi nunca es el problema que se suele detectar en las organizaciones. En los veinte años que llevo trabajando con clientes de prácticamente todos los sectores industriales, nunca he encontrado un grupo de líderes que me haya hecho pensar: “Caramba, esta gente no sabe lo suficiente de su negocio como para que le vaya bien”. De verdad. Hoy en día, la inmensa mayoría de las organizaciones tienen suficiente inteligencia, experiencia y conocimiento para tener éxito. Lo que les falta, sin embargo, es salud organizacional.
Una buena forma de considerar la salud organizacional es verla como el multiplicador de la inteligencia. Cuanto más sana es una organización, más capaz de aprovechar y utilizar su inteligencia. Muchas organizaciones solo explotan una fracción del conocimiento, la experiencia y el capital intelectual de los que disponen. Pero las organizaciones sanas lo aprovechan casi todo. Este es el motivo más importante de que tengan una ventaja tan considerable sobre sus competidores insanos.
Todo el que haya trabajado en una organización insana —y casi todo el mundo lo ha hecho— conoce las miserias de tener que lidiar con la política, la disfunción, la confusión y la burocracia. Por mucho que nos guste bromear con todas estas dificultades organizativas, no podemos negar que tienen un coste muy elevado.
El coste financiero de tener una organización insana es innegable: pérdida de recursos y tiempo, descenso de la productividad, aumento de la rotación de los empleados y pérdida de clientes. El dinero que pierde una organización como consecuencia de estos problemas y el que se tiene que gastar para resolverlos es increíble.
Y esto no es más que el principio del problema. Cuando los líderes no se comportan de forma honesta, cuando anteponen las necesidades de sus departamentos o sus carreras a las de la organización, cuando no tienen claro lo que es importante y son inconsecuentes, provocan una verdadera angustia a los demás. Y ellos mismos también están angustiados.
Aparte del impacto evidente que tiene en la organización, hay un coste social más importante. Los que trabajan en organizaciones insanas, probablemente, acaban viendo el trabajo como una carga. Consideran que el éxito es improbable o, todavía peor, que está fuera de su alcance. Esto hace que se sientan mucho menos esperanzados y que disminuya su autoestima, y estos sentimientos se extienden más allá de las cuatro paredes de la empresa, a sus familias por ejemplo, lo que contribuye en muchos casos a la aparición de problemas personales graves cuyos efectos se sentirán durante años. Puede acabar siendo una tragedia, una tragedia perfectamente evitable.
He dicho todo esto para que entienda que no hay que subestimar el coste de permitir que nuestras organizaciones sigan siendo insanas, y, más importante, para que entienda el alcance de la oportunidad que tiene delante. La transformación de una compañía insana en una compañía sana no solo generará una ventaja competitiva masiva y una mejora del resultado, sino que además marcará una diferencia real en las vidas de quienes trabajan en ella. Y para los líderes que encabecen estos esfuerzos, será uno de los más significativos y gratificantes que puedan emprender.
Esta es la próxima pregunta que hay que responder, la que ocupará el resto de la explicación: «¿Qué tiene que hacer una organización para gozar de una buena salud?». Tiene que dominar cuatro disciplinas:
1.- Crear un equipo de liderazgo cohesivo.
2.- Crear claridad.
3.- Sobrecomunicar la claridad.
4.- Reforzar la claridad.
Disciplina 1: crear un equipo de liderazgo cohesivo
Una organización no puede ser saludable si quienes la gestionan no tienen un comportamiento cohesivo. En cualquier organización, la disfunción en la dirección conduce inevitablemente a la falta de salud de todo el sistema.
Si una organización está liderada por un equipo cuyo comportamiento no está unificado, no tiene ninguna posibilidad de convertirse en una organización sana.
La palabra equipo se ha utilizado tanto y tan mal en la sociedad que ha perdido gran parte de su impacto. Básicamente, un equipo de liderazgo es un número reducido de personas colectivamente responsables de conseguir un objetivo común para su organización.
Muchos equipos fracasan simplemente por ser demasiado grandes. Un equipo de liderazgo tiene que estar formado por entre tres y doce personas, aunque por encima de ocho o nueve suele ser problemático. No hay ninguna obligación en este límite de tamaño. Simplemente es una realidad práctica.
Cuando un equipo es pequeño, sus miembros suelen dedicar gran parte de su tiempo a hacer preguntas y a buscar claridad, porque saben que volverán a tener la oportunidad de tener la palabra y compartir sus ideas u opiniones cuando sea necesario.
Una vez definido el equipo de liderazgo, necesitamos saber los pasos que hay que dar para que sea cohesivo. En el núcleo de este proceso hay cinco actuaciones que todo equipo tiene que dominar:
Actuación 1: crear confianza. Entre los miembros de un equipo de liderazgo, tiene que haber confianza. Aunque esto parece evidente, mucha gente tiene una idea equivocada de confianza: la interpreta en un sentido predictivo; si somos capaces de saber cómo se va a comportar una persona en una situación determinada, podemos confiar en ella. Pero este tipo de confianza, por loable que sea, no es el tipo de confianza en la que tiene que estar basado un buen equipo.
El tipo de confianza necesaria para crear un buen equipo es el que está basado en la vulnerabilidad. Es la confianza que se consigue cuando llega un punto en el que los miembros del equipo se sienten totalmente cómodos siendo transparentes y honestos, y se desnudan ante los demás, diciendo y sintiendo cosas como: “La he pifiado”, “Necesito ayuda”, “Tu idea es mejor que la mía”, “Ojalá pudiera aprender a hacer esto tan bien como tú” e incluso “Lo siento”.
Cuando todos los integrantes de un equipo saben que son lo suficientemente vulnerables para decir y sentir este tipo de cosas, y que nadie va a ocultar sus debilidades y errores, desarrollan un sentido de confianza profundo e inusitado. Hablan con más libertad y sin miedo, y no pierden tiempo y energía dándose aires o haciendo ver que son lo que no son.
En lo más profundo de la vulnerabilidad de una persona está la necesidad de deshacerse de su orgullo y de su miedo, de sacrificar su ego por el bien colectivo del equipo. Si bien al principio puede resultar un poco incómodo y arriesgado, al final acaba siendo muy liberador para los que están hartos de perder tiempo y energía pensando excesivamente en sus acciones y gestionando las políticas interpersonales.
Pese a que es muy importante que los miembros de un equipo de liderazgo se comprometan a ser vulnerables, esto no va a ocurrir a menos que el líder del equipo, cualquiera que sea el cargo que tenga, sea el primero en comprometerse.
Si el líder del equipo es reacio a reconocer sus errores o defectos, a admitir una debilidad que es evidente para todos los demás, es muy poco probable que el resto del equipo lo haga. Su vulnerabilidad no estaría nunca estimulada o recompensada.
Actuación 2: dominar el conflicto. Contrariamente a la sabiduría popular, el conflicto no es algo malo para un equipo. De hecho, el miedo al conflicto suele ser señal de problemas.
Cuando los miembros del equipo de liderazgo evitan que se produzcan situaciones incómodas entre ellos, en realidad no hacen más que transferir esa incomodidad, en mayores cantidades, a grupos más grandes de empleados de la organización a la que supuestamente están sirviendo. Esto se debe a que tenemos una aversión cultural al malestar muy fuerte.
Hay varias cosas que un líder puede hacer para superar esta aversión. Por ejemplo, una de las mejores cosas que puede hacer para aumentar el nivel de conflicto saludable de su equipo es buscarlo en las reuniones, provocarlo. El líder puede hacerlo cuando sospeche que hay cierto nivel de desacuerdo, invitando amablemente a los presentes a hablar. Así evitaría las conversaciones destructivas de los pasillos que inevitablemente se producirían si los desacuerdos no salen a la superficie.
Actuación 3: lograr el compromiso. La razón de que el conflicto sea tan importante es que, sin él, un equipo no logrará el compromiso de sus miembros. Si estos no han tenido la oportunidad de dar su opinión, de hacer preguntas y de comprender el argumento que está detrás de una decisión, no se comprometerán con ella.
Algunos líderes creen que si mantienen cierto desacuerdo en torno a un tema polémico, habrá menos probabilidades de llegar a un compromiso. Pero así solo subestiman a sus empleados. Lo cierto es que muy poca gente es incapaz de apoyar una decisión simplemente por no compartirla. La gente suele ser bastante razonable y puede acabar apoyando una idea que no compartía siempre y cuando haya tenido la posibilidad de sopesarla. Pero si no ha habido conflicto, si no se han manifestado y debatido opiniones distintas, resulta prácticamente imposible que todo el equipo se comprometa con una decisión, al menos activamente.
Otros han descubierto el arte del consenso pasivo y lo practican: van a una reunión, sonríen y asienten con la cabeza cuando se toma una decisión con la que no están de acuerdo. Luego regresan a sus despachos y no hacen ningún esfuerzo por respaldarla. Prefieren quedarse tranquilamente sentados, deseando que llegue el día en que las cosas vayan mal y puedan decir: “Bueno, lo cierto es que a mí nunca me gustó la idea”. El impacto de esta actitud suele ser lamentable y costoso para la organización.
Actuación 4: asumir la responsabilidad. Incluso los miembros más voluntariosos de un equipo tienen que hacerse responsables de que el equipo se atenga a sus decisiones y cumpla sus objetivos. Tienen que llamar la atención y mantener a raya a quienes se desvíen de un plan o una decisión, consciente o inconscientemente. Obviamente, lo hacen porque están seguros de que sus compañeros están realmente de acuerdo con las decisiones que se han tomado. Por eso es tan importante el compromiso.
La responsabilidad entre iguales es la primera y más efectiva fuente de responsabilidad para un equipo de liderazgo de una organización sana. Muchos asumen que la fuente de responsabilidad más importante debe ser el líder de un equipo ejecutivo, pero esto no sería eficiente ni práctico. Si se acude a él cada vez que un compañero se desvía de un compromiso, se crea un entorno perfecto para la distracción y el partidismo.
Si los miembros del equipo saben que sus colegas están realmente comprometidos, pueden enfrentarse unos a otros sin tener que ponerse a la defensiva y sin miedo a las represalias. Al fin y al cabo, simplemente están ayudando a una persona a volver a encarrilarse o tratando de aclarar algo que no parecía estar demasiado claro. Y el que esté siendo cuestionado por su comportamiento o actuación estará dispuesto a admitir que se ha desviado del camino y a ajustar su comportamiento en consecuencia.
Actuación 5: concentrarse en los resultados. El objetivo último de aumentar la confianza, el conflicto, el compromiso y la responsabilidad no es otro que obtener resultados. Parece obvio, pero, en realidad, uno de los principales obstáculos para el éxito de un equipo es la falta de atención a los resultados. Muchos líderes parecen sentir más afinidad y lealtad hacia el departamento que lideran que hacia el equipo del que son miembros y a la organización a la que supuestamente tienen que servir colectivamente. Otras distracciones incluyen el interés por el desarrollo de la carrera individual, asignaciones presupuestarias, estatus y ego. Todas ellas impiden que los equipos se centren exclusivamente en obtener resultados.
Los equipos que funcionan se aseguran de que todos los miembros, independientemente de sus responsabilidades y área de especialización, hagan todo lo posible por ayudar al equipo a conseguir sus objetivos. Esto quiere decir que tienen que hacer preguntas difíciles sobre lo que está ocurriendo en otros departamentos y ofrecerse voluntarios, en la medida de lo posible, para ayudar a otras partes de la empresa que lo pasan mal y que ponen en peligro el éxito de toda la empresa. Es la mejor manera de servir a toda la organización y de maximizar su rendimiento.