En un mundo en el que cualquiera puede encontrar cualquier cosa con tan solo pulsar una tecla, se podría pensar que tanto los intermediarios como los vendedores son prescindibles. Estos únicamente echan a perder el engranaje del comercio, ralentizan y encarecen las transacciones. Los clientes pueden investigar por su cuenta y obtener información sobre los productos de sus propias redes. Las grandes empresas pueden coordinar sus procesos de adjudicación con una programación compleja y avanzada que enfrente a los vendedores entre sí y asegure el precio más bajo. De la misma manera que los conmutadores digitales convirtieron a los operadores telefónicos en obsoletos, hoy en día parece que las tecnologías han convertido la profesión del vendedor en irrelevante.
Sin embargo, todas estas señales sobre la muerte de las ventas y de los que se dedican a ellas son prematuras. Al principio de la segunda década del siglo XXI, no estamos ante una muerte de las ventas y del vendedor, sino, más bien, ante su renacimiento.
El grueso informe semestral de las estadísticas de empleo de la U.S. Bureau of Labor Statistics (OES) cita un dato sorprendentemente significativo: uno de cada nueve estadounidenses trabaja en el campo de las ventas.
Todos los días, más de 15 millones de personas se ganan el sustento intentando convencer a otros de que compren algo. Son agentes inmobiliarios, representantes de ventas industriales o corredores de bolsa. Todos ellos venden: desde contratos multimillonarios de consultoría hasta suscripciones de diez dólares a una revista, pasando por cualquier otra cosa que podamos imaginar. Más aún, una parte considerable de nuestros valores consiste en vender en un sentido más amplio: persuadiendo, influyendo y convenciendo a otros. Y esto plantea una cuestión: ¿cómo hemos acabado tantos en el negocio de convencer a los demás?
Espíritu emprendedor. La primera de las tres razones por la que cada vez más personas somos vendedores es el aumento de los pequeños emprendedores. La última década ha sido testigo de un aumento sustancial de empresas muy pequeñas, en algunos casos formadas por tan solo una o dos personas, que ofrecen servicios, creatividad y experiencia.
A estos hombres y mujeres podemos llamarlos artesanos, negocios sin empleados, agentes libres o microemprendedores. Todos ellos se dedican a vender todo el tiempo. Como responsables de toda la operación, y no solo de una de sus facetas, tienen que captar socios comerciales, negociar con los proveedores y motivar a los empleados.
Una razón esencial de esta evolución es que las tecnologías que supuestamente iban a sumir a los vendedores en la obsolescencia, en realidad, han llevado a muchos más a esta actividad. Piénsese en Etsy, un mercado online para pequeñas empresas y artesanos. Antes de su surgimiento, la capacidad de los artesanos para llegar a los compradores era bastante limitada. Pero la red derribó las barreras permitiendo la entrada a los pequeños emprendedores e hizo posible el acceso de los fabricantes a las ventas.
La misma tecnología que deja obsoleto a un cierto tipo de vendedores ha convertido a otros muchos en vendedores potenciales. Por ejemplo, la existencia de smartphones ha dado origen a una economía entera de aplicaciones que ya cuenta con casi medio millón de empleos únicamente en Estados Unidos.
Cuando todo el mundo lleve encima su propia tienda y las nuevas tecnologías le permitan tener alcance global, ser un emprendedor podría convertirse en la norma más que en la excepción. Y un mundo de emprendedores es un mundo de vendedores.
Elasticidad. En la época de la alta segmentación de las organizaciones, las competencias estaban muy bien delimitadas. Si eras contable, te ocupabas solamente de las cuentas de la empresa y no de las cuestiones que quedaban fuera de tu dominio, porque ya había otras personas especializadas en esas áreas. Sin embargo, en los últimos diez años, las competencias fijas han desaparecido.
Diez años de intensa competición han obligado a la mayor parte de las organizaciones a transformarse de segmentadas a planas. Realizan la misma cantidad de trabajo que antes, pero con menos personal, que hace más cosas y más variadas.
Un mundo de organizaciones planas y condiciones económicas convulsas como el nuestro sanciona las competencias fijas y premia las elásticas. Ahora, las actividades que una persona lleva a cabo en su día a día en su puesto de trabajo tienen que sobrepasar las fronteras funcionales. Los diseñadores analizan. Los analistas diseñan. Los vendedores crean. Los creadores venden. Y cuando surjan las próximas tecnologías y los actuales modelos empresariales se derrumben, esas competencias tendrán que volver a extenderse en diferentes direcciones.
En este contexto, las ventas ya no son tarea de nadie. Es el trabajo de todos. Y esa situación paradójica es cada día más habitual.
Palantir, una empresa de desarrollo de software con sede en Palo Alto, California, vende más de 250 millones de dólares en productos de software al año, pero no tienen ningún vendedor en plantilla. En su lugar, se basa en lo que denominan “ingenieros desplegados”. Estos expertos trabajan sobre el terreno, en contacto directo con los clientes, para garantizar que el producto satisface sus necesidades. De esa forma pueden informar después a los ingenieros de la sede central de lo que funciona y de lo que no, y sugerir formas de mejorar el producto. Ellos pueden abordar el problema del cliente en el acto y comenzar a identificar nuevos problemas que el cliente ni siquiera sospecha que tiene.
La interacción con los clientes no es una venta en sí, pero vende. Y obliga a los ingenieros a contar con algo más que habilidades técnicas. Para ayudar a sus ingenieros a potenciar esa elasticidad, la compañía no ofrece formación en ventas, ni recluta candidatos mediante un elaborado proceso comercial. Solo exige que los nuevos empleados se lean dos libros. Uno es un relato basado en hechos reales de los ataques del 11-S, para que entiendan mejor qué ocurre cuando los Gobiernos no encuentran sentido a la información; el otro es una guía de instrucciones para la actuación improvisada en el teatro británico, para que comprendan la importancia de tener una mente ágil y flexible.
Ed-san. El sector de la educación y sanidad, ed-san, desde hace diez años está subiendo a velocidad de cohete. Incluye desde los profesores de las universidades públicas hasta los propietarios de academias de preparación de exámenes, y desde especialistas en genética a enfermeras diplomadas. Es el sector, hoy en día, con diferencia, más grande de la economía estadounidense, además de estar en rápido crecimiento en el resto del mundo.
Tanto la atención sanitaria como la educación giran en torno a las ventas sin vender: la capacidad de influir, de persuadir y de cambiar el comportamiento a la vez que se busca un equilibrio entre lo que quieren los demás y lo que tú puedes ofrecerles. Un profesor trabaja para convencer a su clase de que se desprenda de algunos recursos (tiempo, atención, esfuerzo) para que al final del trimestre mejore sus conocimientos respecto al principio. Lo mismo puede decirse de la sanidad. Por ejemplo, un fisioterapeuta que ayuda a alguien a recuperarse de una lesión necesita que esa persona entregue igualmente su tiempo, atención y esfuerzo si quiere recuperarse.
Pero las ventas —incluso cuando les damos un brillo futurista, como “ventas sin vender”— tienen una reputación indecente como actividad alimentada por la codicia y basada en la fechoría. Pero esta es una imagen de las ventas deplorablemente anticuada.