Reuniones que matan

Resumen del libro

Reuniones que matan

Por: Patrick Lencioni

Un método para acabar con las reuniones aburridas, frustrantes e inútiles
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Introducción

 

Las reuniones constituyen una sorprendente paradoja. Por un lado, son fundamentales, ya que forman parte de la actividad habitual en la dirección y gestión de cualquier organización. Pero, por otra parte, son dolorosas, frustrantemente largas y, en muchas ocasiones, inútiles. Muchos de nosotros odiamos las reuniones. Nos quejamos de ellas, tratamos de evitarlas y deseamos que se acaben... ¿No resulta patético que hayamos llegado a aceptar que una de las actividades más importantes y habituales en nuestras empresas sea tan exasperante y poco productiva?
La buena noticia es que no hay nada intrínseco en las reuniones que las haga nefastas, y por tanto es perfectamente posible transformarlas en actividades que sean atractivas, productivas y hasta divertidas. Para transformar las reuniones, debemos repensar los fundamentos de cómo las percibimos y gestionamos. Tenemos que aceptar el hecho de que las malas reuniones empiezan con las actitudes y los enfoques de las personas que dirigen esos encuentros o participan en ellos. Y es que es mucho lo que nos jugamos, porque las reuniones insatisfactorias casi siempre desembocan en decisiones equivocadas, que es la mejor receta para la mediocridad.
En este resumen encontrará, en primer lugar, la historia novelada de una empresa imaginaria ubicada en Monterrey, California, en la que una dinámica tóxica de reuniones semanales contamina la actitud de toda la organización. A continuación, Patrick Lencioni propone un modelo teórico y práctico que pretende convertir las reuniones en una actividad que llene de energía a todos los que participen en ellas.

La fábula

Casey McDaniel era un tranquilo padre de familia, aficionado y buen jugador de golf, que vivía en California. Justo después de casarse, compró una pequeña vivienda con sus ahorros, contrató a dos programadores informáticos de la zona y empezó a crear lo que él consideraba el videojuego de golf más realista del mercado. Los resultados iniciales superaron con creces sus expectativas. Casi de inmediato, golfistas profesionales de todo el mundo, muchos de los cuales no habían visto un videojuego en su vida, colapsaron el teléfono de Casey para intentar hacerse con una copia de su innovador juego. De un día para otro, tuvo que improvisar una nueva oficina y contratar a doce empleados para hacer frente a la avalancha de pedidos. A partir de entonces, su vida nunca volvería a ser igual. 
Diez años después de fundar Yip, Casey se sentía sumamente orgulloso de emplear a casi doscientas personas, muchas de las cuales habían ido ascendiendo de puesto desde dentro de la propia compañía. Además, había conseguido lanzar con éxito ocho videojuegos relacionados con el golf, el ciclismo y el tenis, todos ellos con unos gráficos asombrosamente realistas. Tampoco podía esconder lo orgulloso que se sentía de la sede central de la empresa, un hermoso edificio histórico reconstruido en Old Monterrey. Casey había transformado una idea brillante en una empresa de éxito que era la niña mimada de su ciudad natal.
Pero, al igual que en muchas historias de éxito, Yip y su consejero delegado ocultaban una faceta menos brillante. Y era una cuestión tan desconcertante como innegable. A simple vista, Yip parecía una compañía con un fuerte impulso y determinación, pero, en realidad, la empresa estaba por debajo de sus posibilidades. Resultaba sorprendente que una empresa que fabricaba videojuegos populares de última generación en un lugar tan hermoso como Monterrey albergara una sorprendente falta de emoción entre sus empleados. Y, si alguien dudaba de esa afirmación, solo tenía que observar durante cinco minutos la reunión semanal de los ejecutivos de Yip.
Letárgico. Descentrado. Desapasionado. Estas eran las palabras más habituales con las que los visitantes solían describir lo que presenciaban después de asistir a una de esas reuniones. El equipo ejecutivo de Yip era dolorosamente consciente de su aburrido ritual semanal. Pero habían decidido que se trataba de un problema inocuo, uno de los males necesarios de hacer negocios. Aparte, deducían, las reuniones de cualquier otra compañía serían igual de nefastas. Pero habían infravalorado la magnitud del problema. Sin duda alguna jamás se les habría ocurrido que la cultura de la empresa llegara a reflejar el ambiente de esas reuniones.
Tras realizar un diagnóstico equivocado acerca del "poco interés por el negocio" que mostraban los empleados de Yip, Casey decidió sacar a bolsa su empresa. Pensaba que así sus empleados recibirían el dinero extra que merecían y eso mejoraría las cosas. Casey y Tim (el director financiero de Yip) concertaron inmediatamente citas con varios bancos y empezaron a asentar los cimientos de una oferta pública de acciones. Eso era algo que Casey había prometido no hacer nunca, pero en ese momento creyó que se lo debía a sus empleados más fieles. También pensó que, tal vez, necesitara un nuevo desafío para su carrera profesional.
Al cabo de unas semanas, Casey recibió una llamada de J. T. Harrison, director de desarrollo de negocio de Playsoft, el segundo mayor fabricante de videojuegos del país. Las primeras investigaciones del equipo de Harrison revelaron que la empresa de Casey McDaniel tenía un rendimiento por debajo de sus capacidades, especialmente considerando la tecnología punta que manejaba. Eso la convertía en el vehículo de adquisición perfecto para introducirse en el mercado de videojuegos deportivos de forma rápida y económica, sin tener que invertir dos años en el desarrollo de productos. Con solo mejorar el rendimiento de Yip, el negocio sería redondo.
Aunque a Casey no le gustaba la idea de formar parte de una de las típicas empresas de videojuegos, decidió considerar la idea de vender Yip a Playsoft. Pero puso tres condiciones: él seguiría administrando su empresa de forma autónoma, conservaría todo su equipo directivo y se le permitiría mantener el nombre de Yip como una marca separada, íntegra y de orientación netamente deportiva. Si el consejero delegado de Playsoft, Wade Justin, accedía a esas condiciones, Casey pensó que sería una magnífica oportunidad para darles a sus empleados el plus financiero que merecían y, al mismo tiempo, le permitiría evitar el riesgo y la tensión que supondría tener que convertirse en sociedad anónima. Sorprendentemente, el equipo ejecutivo de Playsoft aceptó de inmediato las condiciones.
Durante las primeras semanas de la adquisición, los empleados de Yip rozaban la euforia. Pero en el transcurso de las tres semanas siguientes la cotización de las acciones de Playsoft bajó en picado. En medio de aquellas turbulencias, J. T. Harrison telefoneó a Casey y le dijo que quería estar presente en la próxima reunión de dirección para familiarizarse un poco con lo que estaba pasando en la empresa.
El lunes por la mañana, Casey se sintió incómodo mientras se dirigía al trabajo, y se dio cuenta de que su preocupación tenía que ver con la visita de J. T. Harrison. Se disgustó bastante al ver a su invitado sentado en su despacho cuando llegó a las diez menos diez. Después de una breve e intrascendente conversación sobre lo ocupados que estaban, llegó el momento de asistir a la reunión de dirección. Eran las diez y en la sala de reuniones solo estaba la mitad del equipo, pero, al cabo de cinco minutos, todos los participantes de la reunión ya estaban sentados y listos para empezar.
Casey empezó la reunión como de costumbre, confirmando que todos habían recibido copias de las actas de la reunión anterior y regañando graciosamente a sus empleados por no recibir ninguna sugerencia para la agenda. A continuación, Casey introdujo el primer tema del día: los costes variables. El grupo debatió paciente y desapasionadamente sobre el tema durante una interminable hora. Cuando la conversación perdía el poco fuelle que le quedaba, Casey decidió dar por zanjado el tema: “Ya está bien de gastos”; y echando un vistazo a la agenda añadió: “Hablemos del plan estratégico”.
Luego empezó un debate de cuarenta minutos acerca de las presiones de la competencia y las tendencias del mercado. Pero, a pesar de que no cabía la menor duda de que Casey y su equipo entendían los problemas a los que se enfrentaban, J. T. Harrison creyó que faltaba algo en el ambiente. Sin lugar a dudas lo que se echaba de menos en aquella reunión era pasión. “Estas personas parecen estar hablando del negocio de otra persona, en vez del futuro de su propia empresa”, pensó.
Estaba claro que una de las causas de la actitud pasiva y de la falta de impulso de los empleados de Yip se encontraba en las plomizas reuniones de dirección. La situación era tan grave que la falta de pasión había sumido en el letargo a toda la organización. En esas reuniones se trataban muchos temas, pero, al final del ritual semanal, esos asuntos habían perdido toda su energía y empuje. No cabía la menor duda de que Casey y su equipo habían infravalorado el peligro que suponían sus reuniones.
Un día, Gia, la secretaria de Casey, anunció repentinamente que estaba embarazada de cuatro meses. Iba a tener gemelos y su embarazo podría tener complicaciones, por lo que tendría que coger la baja en tres semanas. Casey la felicitó, pero de inmediato empezó a preocuparse por cómo iba a sustituirla en tan corto espacio de tiempo. Al principio pensó en asumir él las tareas de su secretaria, pero esta opción la descartó por improductiva. De forma casual, en una cena con unos amigos, resultó que el hijo de estos, que era un joven bien preparado, probablemente estaría dispuesto a aceptar el trabajo temporal como secretario de Casey. Así que quedaron para mantener una entrevista informal.
Will estaba más que capacitado para ese trabajo. Se había licenciado en Psicología y Ciencias Empresariales, y había complementado sus estudios con un máster en Cinematografía en la prestigiosa Universidad del Sur de California. Además, había trabajado tres años en una conocida agencia de publicidad. Durante la entrevista acordaron que su labor sería hacer que las cosas funcionaran hasta la vuelta de Gia. Y debido a su formación y experiencia tan poco convencionales, Casey le animó a que se interesara por algún asunto que no fuera la labor típica que realiza un administrativo.
Lo sorprendente de este asunto es que Will resultó ser una pieza clave en el cambio de funcionamiento de las aburridas reuniones de dirección de Yip. Sobre todo al enterarse de que J. T. Harrison había escrito a Casey un correo electrónico en el que le expresaba sus dudas sobre la capacidad de este para dirigir su propia empresa. Estas dudas se basaban en varios factores, pero principalmente tenían que ver con su visita a la empresa de hacía unas semanas. J. T. Harrison afirmaba que raramente había visto una reunión tan poco productiva e insípida en toda su carrera y esperaba que se tratara de una aberración puntual. Finalmente, dijo que haría otra visita pasados unos días. Casey estaba seriamente preocupado y Will se marcó como objetivo ayudar a su jefe a salvar su puesto.
Tras varias sesiones de intensa observación, Will empezó a estudiar, desarrollar y perfeccionar su teoría sobre las reuniones. Un fin de semana que decidió visitar a sus padres, alquiló una película que a ellos les encantaba: Cuando Harry encontró a Sally. Y de pronto lo vio todo claro. Un equipo de miles de hombres y mujeres que manejaban decenas de millones de dólares solo necesitaba una hora y media para contar una historia que abarcaba más de diez años en la vida de dos personas. Los personajes se conocían, no se gustaban, luego tenían otras parejas, rompían la relación, entablaban una amistad, se enamoraban y se casaban. ¡Todo en noventa y seis minutos! Y contado con absoluta determinación.
Durante las dos semanas siguientes, Will asistió a las reuniones de dirección (y a cualquier otra en la que pudiera colarse) con el entusiasmo de un antropólogo estudiando la conducta de una tribu ignota. Observó atentamente a Casey y a sus empleados, y tomó más apuntes sobre sus nuevas hipótesis que sobre las reuniones en sí. Por las noches, Will no dejaba de meditar sobre sus observaciones a lo largo de la jornada, y refinaba constantemente su teoría. Después de otra noche de domingo sin dormir, Will decidió que su teoría estaba bien fundamentada, y que estaba lista para presentársela a Casey y a su equipo.
En la siguiente reunión de dirección, Will pidió tiempo para exponer sus ideas. "Creo que ya sé por qué estas reuniones son cada vez menos productivas", afirmó. Preguntó a los asistentes quién preferiría ir a ver una película antes que asistir una reunión. Poco a poco la mayoría fueron levantando la mano. "¿Estás loco? Preferiría ir al dentista antes que a una reunión", dijo Tim. Todo el mundo se echó a reír. Will comenzó su exposición:
"Las películas y nuestras reuniones duran aproximadamente dos horas, con veinte minutos más o menos de diferencia. Pero una película es una actividad pasiva. No puedes interrumpir a ninguno de los actores para darle consejos. Por el contrario, una reunión es completamente interactiva. No solo recibes información, sino que se espera de ti que la aportes. Entonces, ¿por qué preferimos ir al cine antes que asistir a una reunión? La respuesta a este interrogante se encuentra en que los guionistas dilucidaron hace mucho tiempo que hay un elemento imprescindible para que una película resulte interesante. Y eso es algo que necesitamos incorporar a nuestras reuniones. Se trata del conflicto. El conflicto en las películas puede ser de muchos tipos. Pero siempre existe.
Además, las películas cuentan con una estructura. Si os fijáis bien, la parte más importante de una película son los diez primeros minutos. Y ese comienzo es importante porque, si no enganchas a los espectadores en esas primeras tomas, estás perdido. En cambio, si captas su atención desde el principio perdonarán una escena lenta de vez en cuando. Y creedme, no es tan difícil captar la atención de la gente en una reunión, porque están tan acostumbrados al aburrimiento, que cualquier estratagema para engancharlos os garantizará su energía.
El comienzo es lo complicado. Después, todo es más fácil. Una vez que has presentado un tema, luego solo tienes que buscar el conflicto. En psiquiatría se suele llamar afloramiento. Todos los presentes en una reunión, pero especialmente el líder del grupo, tienen que plantear asuntos en que la gente tenga opiniones distintas, aunque no las exprese necesariamente en un primer momento. Si el líder detecta esa discrepancia, debe forzar a los miembros a comunicar lo que están pensando hasta que lo suelten todo. Esto no significa que al final se tenga que llegar a un consenso. Pero, cuando se toma una decisión, independientemente de la postura inicial que tome una persona en concreto, todos la apoyan. Por eso es tan importante que nadie se calle algo durante el proceso de debate".
Will quedó moderadamente satisfecho con su disertación, pero creía que todavía le faltaba algo a su teoría para hacerla más eficaz. Así que volvió a sus libros de texto en busca de más respuestas. “¿Qué otra cosa es necesaria, aparte del conflicto, para que una película sea genial?”. Una noche, mientras limpiaba su habitación, vio uno de sus libros de texto, Historia de la televisión, tirado dentro del armario. A Will se le encendió una especie de chispa, y antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, empezó a leerlo hasta el amanecer.
Cuando se estaba duchando y preparándose para ir al trabajo todo empezó a cobrar sentido. Y de este modo Will se dispuso a participar en otra sesión semanal. Will se dirigió a la pizarra y escribió drama en la parte izquierda. A la derecha escribió estructura. "Nuestro problema no es que celebremos demasiadas reuniones, sino justamente lo contrario. No estoy diciendo que debamos invertir necesariamente más tiempo en las reuniones. Pero es indudable que debemos celebrar más de un único tipo de reunión". Will recondujo sus explicaciones hacia los medios de comunicación y la industria del entretenimiento. Y a medida que hablaba, iba completando su esquema en la pizarra.
"Hay varios tipos de programas en la televisión. Quizás el más corto de todos sea el noticiero relámpago de la CNN, que podemos ver durante cinco minutos cada día. Luego tenemos las series de comedias y las series de una hora sobre crímenes y hospitales y temas por el estilo. Quizás podamos ver esas series una vez por semana. Después están las películas. Duran aproximadamente dos horas. Pongamos por caso que vemos una película por televisión, o vamos al cine, una vez al mes. Por último tenemos las miniseries, que suelen durar unas seis horas.
Imaginad que a una cadena de televisión se le ocurriera la idea de producir un programa semanal de dos horas diseñado para satisfacer a todo el público. Sería en parte una miniserie, una película, una serie de comedia y una policiaca, y también contendría una parte de noticias. ¿A qué tipo de audiencia le gustaría ese programa?". Los participantes en la sala estuvieron de acuerdo en que sería una mezcla horrible que no tendría sentido. Demasiado larga para una serie de comedia, no lo suficiente larga como para una miniserie, y eso sin saber cómo encajarían las noticias. Además, como película sería espantosa. "Entonces, ¿por qué hacemos lo mismo en nuestras reuniones semanales? Tratamos de acometer demasiados temas durante estas dolorosas reuniones del lunes por la mañana, y no los tratamos correctamente.
Una persona que se sienta a ver una serie en la televisión espera algo muy distinto a cuando ve una película en el cine. O cuando ve el noticiero relámpago en el aeropuerto. La persona puede ser la misma, pero cambian el contexto y las expectativas. Creo que deberíamos realizar cuatro tipos distintos de reuniones. Un repaso diario de cinco minutos para que cada persona diga lo que tiene previsto ese día, lo que nos ahorraría muchos correos electrónicos innecesarios y visitas de un despacho a otro. Una reunión táctica semanal, solo para tratar cuestiones tácticas y no estratégicas. Una reunión estratégica mensual y, por último, una sesión trimestral fuera de la oficina para tomar perspectiva y distanciarnos de la rutina diaria...".
Los miembros del equipo, que al principio se mostraban algo escépticos, pronto comenzaron a comprender los argumentos de Will...

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Biografía del autor

Patrick Lencioni

Patrick Lencioni es presidente de The Table Group, consultora especializada en la optimización del trabajo en equipo. Ha asesorado a ejecutivos de empresas como Microsoft o Visa, entre otras, y es autor de los bestsellers Las cuatro obsesiones de un ejecutivo, Las cinco disfunciones de un equipo y Reuniones que matan.

Ficha técnica

Editorial: Empresa Activa

ISBN: 9788495787620

Temáticas: Habilidades directivas

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Comentarios

El tema de las reuniones sin duda algo que se debe tomar muy en serio para hacerlas que valgan la pena. El autor nos ayuda con estrategias valiosas para lograrlo.