La innovación es un tema de moda, y no es de extrañar: las empresas de Estados Unidos y otros países de economías desarrolladas descubren que sus competidores en países emergentes, como China, India y Rusia, entre otros, logran crear de manera más rápida productos y servicios mejores y más baratos. La “economía del conocimiento” está cediendo lugar a la “economía de la creatividad”. Innovar y sostener el paso de la innovación es, y seguirá siendo, uno de los mayores retos del futuro.
Sin embargo, ¿qué es exactamente la innovación? Aunque existan múltiples definiciones, la innovación no es más que utilizar una idea que tiene por resultado una mejora considerable. La capacidad de pensar de manera innovadora debería ser la meta de cada función en una organización, no solo del equipo dedicado a crear un nuevo producto o tecnología. Cualquiera preferiría tener acciones en una compañía donde todos sus departamentos se esfuerzan por hacer cosas de una manera nueva y mejor, que en otra en que el único departamento que lo hace es el de I+D.
Desafortunadamente, nuestra capacidad de pensar de manera innovadora se ve amenazada por dos tendencias cuyo origen está en la propia naturaleza humana: el pensamiento grupal y el pensamiento experto. El primero tiene lugar cuando tratamos de tomar decisiones al gusto de todos los miembros de nuestro grupo y el segundo, cuando nuestras decisiones se toman de acuerdo con el establishment o los expertos en nuestra organización o profesión.
El pensamiento grupal. El pensamiento grupal es una de las mayores amenazas para la innovación en cualquier organización. Intentar eliminarlo es como luchar contra la fuerza de la gravedad, porque son nuestros instintos más básicos los que lo apoyan.
El pensamiento grupal es capaz de convertir a las personas, en un principio brillantes y de opinión independiente, en una manada. Incluso los mejores entre nosotros sucumben ante este tipo de pensamiento con preocupante regularidad. Para ilustrarlo, baste recordar dos casos muy conocidos: el desastre de Bahía de Cochinos y la quiebra de Enron.
Como es bien sabido, en 1961 la CIA le presentó al presidente Kennedy un plan para invadir Cuba que luego fracasó. Cuando se convocó una reunión en la Casa Blanca, la mayor parte de los asesores del presidente ejercieron una enorme presión sobre unos pocos, que albergaban dudas sobre el éxito de la invasión. Como consecuencia, la minoría silenció su oposición, lo cual, al final, creó la falsa impresión en Kennedy de que había unanimidad en el asunto.
Uno de los aspectos más sorprendentes del caso Enron, según la revista Fortune “la compañía más innovadora de Estados Unidos”, fue el papel que jugó (o más bien no jugó) su junta directiva. Al investigar ese papel, el Subcomité Permanente de Investigación del Senado de Estados Unidos concluyó lo siguiente: “La Junta era consciente de ellas, pero omitió numerosas prácticas dudosas en la gestión de Enron, en detrimento de sus accionistas, empleados y socios, lo que contribuyó a la quiebra de la compañía”.
¿Por qué ocurrió esto? Los miembros de la junta eran líderes muy respetados en sus respectivas empresas. No obstante, cuando se reunían en Enron, se convertían en conformistas blandos, bien porque se sentían invulnerables y superiores por el éxito de la compañía, bien porque querían tener una buena relación con todo el mundo.
En ambos casos, la conclusión que se impone es que incluso individuos muy respetados y triunfadores, inteligentes y de opiniones independientes, pueden caer en las trampas del pensamiento grupal.
Antes de constatar si el pensamiento grupal afecta a nuestra empresa, conviene recordar todos aquellos momentos en que fuimos menos agresivos al expresar nuestras opiniones o menos expresivos a la hora de describir nuestros puntos de vista de lo que podríamos haber sido, solo porque sabíamos que nuestra opinión no iba a gustar al resto de nuestro grupo.
El pensamiento experto. Mientras que el pensamiento grupal induce a ponerse de acuerdo con los demás para llevarse bien, el pensamiento experto invita a estar de acuerdo con los demás para tener éxito o para no quedarse atrás. Es la tendencia de entusiasmarse en exceso por las ideas de nuestros superiores o por los métodos más conocidos para enfrentarse a desafíos y aprovechar oportunidades. Si el pensamiento grupal se parece a la fuerza de la gravedad, el experto actúa más bien como un agujero negro: no permite que salga la luz.
El conocimiento experto es un producto valioso. Imaginemos a un abogado que ha defendido bien a sus clientes en varios juicios por asesinato y acumula el conocimiento sobre lo que se debe hacer y lo que no en semejantes casos. Con el tiempo, le parecerá que estos juicios ya no tienen ningún misterio, porque los nuevos retos se parecen a los antiguos, y estará tentado de considerarse un experto.
Gracias a su habilidad, formación y conocimientos, el abogado es capaz de responder con rapidez y soltura a unas circunstancias ya familiares. Después de tantos juicios, tiende a creer que, independientemente de cómo se declaren sus clientes, son culpables casi seguro. Esta presunción de culpabilidad inevitablemente afectará a su manera de llevar la defensa y hará que, en la mayoría de los casos, aconseje a sus clientes llegar a un acuerdo con la acusación a cambio de una reducción de la pena.
No obstante, ¿qué sucede cuando la respuesta más probable no es la mejor? ¿Qué ocurre cuando la opinión del experto limita el pensamiento? Según Ronald Huff, profesor del Departamento de Criminología de la Universidad de California, el 0,5% de los condenados por motivos penales al año es inocente. Aunque nos parezca poco, son en realidad unas 7500 personas castigadas por un crimen que no han cometido, en parte porque la experiencia de sus abogados no ha jugado a su favor.
Nos convertimos en expertos cuando somos capaces de reaccionar de manera automática a lo que nos importa en nuestro propio ámbito. Nuestro conocimiento nos proporciona un marco de referencia para reaccionar ante cualquier fenómeno con el que nos cruzamos. Nos ayuda a descubrir patrones, reconocer símbolos y a distinguir los detalles importantes de los insignificantes. Así, por ejemplo, nos indicaría que, estando a oscuras, lo lógico es buscar una linterna y no una manguera o un cepillo de dientes. El conocimiento adquirido nos evita tener que aprender siempre desde cero. Funciona como nuestro piloto automático, que se apoya en pautas adquiridas o sugeridas por los expertos correspondientes, en especial cuando estamos cansados o tenemos prisa. No obstante, el principal problema es que, a menudo, impide descubrir ideas nuevas, porque hace que nos resulte extremadamente difícil cuestionar los fundamentos en los que se basa.
El pensamiento experto tienden a tenerlo las personas pertenecientes a una misma organización, profesión o industria. Sus decisiones, análisis y evaluaciones suelen seguir un modelo mental parecido.
En la mayoría de las empresas, a los empleados se les forma en lo que se conoce como los métodos más familiares para llevar a cabo todas las tareas, desde el desarrollo de productos hasta la contratación de nuevos empleados. En gran parte, gracias a estos modelos mentales compartidos, se asegura el éxito continuado de una empresa.
Lamentablemente, dichos métodos son también un peligro, ya que hacen que las personas sean poco receptivas a las ideas nuevas y diferentes. Esto ha sido especialmente visible en algunos casos de descubrimientos científicos. Nikola Tesla, el inventor de la corriente alterna, durante su época de estudiante en la ciudad austríaca de Graz, propuso a su profesor la manera de construir un motor que no echara chispas. Indignado, el profesor llegó incluso a dar una clase especial sobre la imposibilidad de construir un motor de esas características. A pesar de la opinión de un experto tan reconocido como su profesor, Tesla continuó investigando las posibilidades hasta que concibió cómo alterar los campos magnéticos y así eliminar las chispas. Este avance serviría luego para transmitir electricidad a larga distancia, la base de las redes eléctricas actuales.
Por su parte, el mundo empresarial también ha conocido casos muy sonados de oportunidades que se han perdido por no haber escuchado a personas sin categoría de expertas. Pocos padres estarán en desacuerdo con que los pañales desechables son una de las mejores innovaciones de todos los tiempos. Sin embargo, su producción masiva empezó apenas a comienzos de los años sesenta.
La inventora del pañal desechable, Marion O’Brien, había registrado su patente ya en 1951, pero pasó toda una década intentando convencer a las grandes compañías de que los fabricaran a escala masiva. Cada vez que iba a hablar con sus responsables, la respuesta era que no lo querían porque no había demanda entre los padres, y que mejor haría en dejar el desarrollo de productos para bebés en manos de los respectivos expertos. Finalmente, en 1960, un hombre llamado Victor Mills compró su patente y creó la marca Pampers.