Introducción
Para estudiar el comportamiento de los seres humanos, la economía tradicional ha asumido la presunción de que todos tomamos decisiones racionales, y que aunque podríamos incurrir en errores, rápidamente la experiencia o las fuerzas mismas del mercado nos lo harán saber y estaremos alerta para no caer de nuevo en los mismos fallos. Desde esta perspectiva, un individuo que se enfrenta a la tarea de tomar una decisión tiene la capacidad de analizar la información necesaria, valorar las diferentes alternativas y seleccionar aquella opción que maximice sus utilidades.
A los dieciocho años, Dan Ariely sufrió un lamentable accidente que le dejó el setenta por ciento de su cuerpo con quemaduras de tercer grado. Los siguientes tres años de su vida los pasó en un hospital cubierto de vendajes y, aún hoy, muchos años después, recuerda con horror sus baños diarios, cuando las enfermeras retiraban el vendaje de todo su cuerpo para desinfectar y eliminar la piel muerta. Con el propósito de minimizar su dolor –y el de todos los pacientes en circunstancias semejantes–, las enfermeras arrancaban los vendajes lo más rápido posible, provocando un dolor intenso pero breve. En el caso de Ariely, la intensidad de esos dolores se sumó a su curiosidad sin límites y fue allí cuando comenzó a cuestionar la capacidad de la mente humana para tomar decisiones correctas. ¿Sería posible que, a pesar de su prolongada experiencia, las enfermeras estuvieran aumentando su agonía en lugar de reducirla?
En efecto, entre sus primeros experimentos científicos, Ariely quiso indagar en la forma en que los humanos sentimos el dolor y la conclusión a la que llegó fue que un dolor (como el de retirar las vendas a un cuerpo quemado) se soporta mejor si se provoca de forma lenta y suave. Ante esto, hubiera podido optar por desconfiar de la buena fe de las enfermeras y acusarlas de masoquistas. En lugar de ello, optó por cuestionar la racionalidad de aquellas y, de paso, la suya misma y la de todos nosotros, que con reiterada facilidad malinterpretamos de modo similar las consecuencias de nuestro comportamiento y, por esa razón, tomamos decisiones equivocadas.
Entremezclando entonces la economía y la psicología, Ariely llegó a la “Economía conductual”, disciplina en la que se enmarcan sus estudios, y según la cual existe una brecha gigante entre el modelo ideal de comportamiento racional que pregona la economía estándar y el comportamiento real de los seres humanos en la vida cotidiana.
Pero además de irracionales -y aquí reside la aportación y genialidad de Ariely en este libro-, los humanos somos predeciblemente irracionales, pues repetimos nuestros errores de forma sistemática y, por lo tanto, se vuelven previsibles.
En los siguientes apartados se presentan los hallazgos de sus experimentos científicos. De cada uno de ellos es posible derivar conclusiones extrapolables al comportamiento humano en muchos campos. Al exponernos con incontestable rotundidad al hecho de que nuestras decisiones no siempre son lógicas y sensatas, nos ofrecen valiosas sugerencias para la vida, la administración empresarial y el diseño de políticas públicas.
El efecto señuelo
Si ponemos un anzuelo en el agua y lo sujetamos a nuestra caña de pescar, muy seguramente algún pez incauto decidirá comerlo, pensando que se trata de algún alimento. Generalmente, pensamos que ese detalle marca la diferencia entre el pez y nosotros, pues la racionalidad nos permite discernir las opciones buenas de las malas y evadir sin mayores problemas los señuelos que otros ponen para captar nuestra atención y llevarnos al engaño.
Con su admirable capacidad para diseñar experimentos que le permiten evidenciar los comportamientos humanos, Ariely ha logrado demostrar que esto no es cierto, y que en incontables ocasiones en las que creemos estar atrapando el mejor pez, hemos picado un anzuelo deliberadamente dispuesto para nosotros. Aún más, nos ufanamos de nuestra racionalidad y seguimos mordiendo los mismos señuelos una y otra vez, de forma totalmente inadvertida.
Un formato de suscripción anual a la revista The Economist que cayó un día en manos del autor ofrecía tres opciones:
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¿Cuál tomaría usted? Ariely formuló esta pregunta a 100 estudiantes del MIT y encontró que 16 preferían la primera opción, mientras que 84 optaban por la tercera. Como nadie había seleccionado la opción intermedia (al fin y al cabo todos somos racionales), Ariely decidió suprimirla y realizar de nuevo la pregunta a otros 100 estudiantes. Ahora sólo hubo 32 que eligieran la última opción, mientras que 68 se inclinaban por la primera. Es decir, ese pequeño señuelo que a todas luces parece absurdo, pudo moldear las decisiones de un 52% de los consumidores.
Las personas no realizamos selecciones en términos absolutos, sino que decidimos una cosa en relación con las alternativas posibles. Así, si usted tiene una tienda y quiere promover la venta de un televisor Sony de 26 pulgadas a 385 euros, lo mejor que puede hacer es ubicarlo entre uno más pequeño y más barato de marca Grundig y otro más grande y más costoso de marca Samsung. La decisión para el cliente está tomada. De la misma forma, si usted tiene un restaurante, siga el consejo de Gregg Rapp e incluya un plato muy caro en la carta; puede que nadie lo pida, pero es muy factible que varios se decidan por el que le sigue en precio.
Pero no solamente tendemos a comparar las cosas y a tomar decisiones basados en el contexto en el que se nos presentan unas y otras, sino que además nos inclinamos por las comparaciones fáciles y evitamos aquellas que exigen un esfuerzo mayor.
Para evidenciar este punto, el autor realizó un interesante experimento. Tomó las fotografías de 60 jóvenes del MIT y pidió a otro grupo de estudiantes que las clasificaran por parejas del mismo sexo, basándose en el atractivo físico. Así, obtuvo 30 parejas de fotografías de estudiantes con una “belleza semejante”. Luego usó Photoshop para transformar levemente algunas de las imágenes y afear a algunos de los más hermosos. Finalmente, agrupó en una misma hoja tres fotografías, a saber: la foto normal y la afeada de un mismo estudiante, junto con la de otro de “belleza semejante”.
Ese día repartió 600 hojas con estas combinaciones de imágenes y pidió a cada estudiante que seleccionara con un círculo a la persona con la que preferiría salir. Es decir, cada uno de los 600 estudiantes recibió una hoja distinta con tres imágenes de dos personas “normales” y una de ellas “afeada”. ¿Qué sucedió? El 75% de los estudiantes eligió la versión “normal” de la persona que se encontraba repetida.
El resultado parece confirmar que cuando alguien se enfrenta a una decisión entre tres alternativas, y dos de ellas son muy semejantes, tenderá a inclinarse por la mejor de aquellas dos. Así, al igual que hizo el fabricante de panificadoras Williams-Sonoma en los Estados Unidos, si usted quiere vender un aparato novedoso y tiene que competir con otros aparatos diferentes atractivos para los clientes, lo mejor que puede hacer es sacar una versión levemente desmejorada de su producto: ésta actuará como señuelo y dirigirá todas las miradas hacia el aparato original.
Todo es relativo, aunque no lo notemos. Si bien se ha logrado demostrar que la relación entre la cuantía del salario y la felicidad no es tan fuerte como se piensa, todos tendemos a comparar nuestro salario con el de aquellos que ocupan posiciones semejantes. En 1993, las autoridades federales de los Estados Unidos estaban preocupadas por el ascenso exorbitante en los ingresos de los ejecutivos: en tan sólo 16 años, los presidentes de las empresas habían pasado de cobrar como media 36 veces el salario de un trabajador a cobrar 131 veces esa cantidad. Para ponerle término a esta situación, las autoridades obligaron a las empresas a hacer pública la información sobre los pagos y beneficios de sus altos ejecutivos. Se pensaba que esto generaría alguna suerte de reproche social que inhibiría los futuros incrementos.
El resultado: cuando los ejecutivos comenzaron a saber que otros en posiciones semejantes ganaban más que ellos, acudieron en masa a pedir aumentos y las cifras se dispararon, hasta el punto de que hoy en día el presidente de una empresa estadounidense ingresa, como promedio, 369 veces lo que gana un empelado. Algo semejante había dicho H.L Mencken, citado por el autor en este libro: “La satisfacción de un hombre con respecto a su salario depende de si gana más, o no, que el marido de la hermana de su esposa”.
Todo es relativo y en esa relatividad, un señuelo con forma de pez siempre podrá parecernos mejor que un pez real que nade a su lado.