¿Cómo pueden las empresas conseguir el máximo rendimiento de sus procesos de trabajo, en términos de productos deseables por parte de los clientes, con el mínimo esfuerzo? ¿Cuáles son los procesos que deben emprenderse para servir a los clientes y cómo deberían diseñarse? El objetivo de las innovaciones en gestión relativas a los procesos de trabajo es conseguir que las compañías sean más eficaces y estén mejor controladas.
El lugar de trabajo está repleto de procesos que convierten lo que entra en productos comercializables. La capacidad de una compañía para conseguir que sus procesos sean eficaces y efectivos juega un papel muy importante a la hora de determinar su competitividad en el mercado, y más de una ha construido su reputación a partir de la excelencia en los procesos.
La historia de las innovaciones en los procesos comienza con la gestión científica, y con el hombre que algunos consideran padre de todo lo malo que hay en la gestión, Frederick Winslow Taylor. Taylor trabajaba en la acerera estadounidense Midvale a finales del siglo XIX, y más tarde en Bethlehem Steel. Impulsado por una intensa ética del trabajo y por la creencia de que desperdiciar esfuerzos era algo injustificado, cronometró las actividades de sus trabajadores para descubrir cómo podían realizarse mejor e introdujo los planes de pago según el rendimiento. La base de la gestión científica era una propuesta muy sencilla: vamos a medir la mejor manera de realizar un proceso concreto -Taylor pensaba que la mayoría de los trabajadores “ganduleaba”, bajando deliberadamente su ritmo de producción- y lo rediseñaremos en función de los cálculos. Aunque el predominio dado por Taylor a la eficacia llevó a muchos a pensar que desatendía las cuestiones de la motivación humana (algunos piensan que en la gestión científica subyace el trato a las personas como si fueran robots), tuvo una gran repercusión y sus ideas continúan influyendo en la forma en que las empresas gestionan el lugar de trabajo.
Otra innovación muy celebrada de la época anterior a la guerra fue la introducción de la cadena de montaje móvil por Henry Ford en 1910. Aprovechando lo que había visto en otras industrias, básicamente en las cadenas de despiece de los mataderos locales, Ford utilizó la tecnología de la cinta transportadora para “llevar el trabajo hasta los hombres” en lugar de ser los hombres los que tenían que ir hasta el trabajo. Y reestructuró la tarea de los empleados individuales a partir de tareas independientes entre sí, lo cual permitió mejorar sustancialmente el rendimiento de cada empleado. En sus propias palabras: “El hombre que pone un tornillo, no pone la tuerca; el hombre que pone la tuerca, no la aprieta... en la fábrica, todo se mueve; puede moverse colgado de un gancho, en cintas elevadas... puede desplazarse sobre una plataforma móvil, o puede aprovechar la fuerza de la gravedad, pero la idea es que no puede tomarse ni transportarse nada... Ningún trabajador realiza ninguna tarea relacionada con mover nada”. La gestión científica y la cadena de montaje móvil cautivaron a todos y marcaron la pauta para la excelencia en producción durante décadas.
No fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial que apareció la siguiente gran innovación en la gestión de procesos. Enfrentadas a un enorme esfuerzo de reconstrucción después de la guerra, Toyota y otras compañías japonesas se dejaron fascinar por el potencial de las mejoras que iban a permitirles eliminar costes de sus procesos de producción. Este modelo se conoció luego como producción ajustada y se basaba en reducir al máximo el desperdicio de materiales y esfuerzos. La producción ajustada era, en realidad, el concepto paraguas. Las verdaderas innovaciones en gestión, muchas de las cuales fueron empleadas por primera vez por Toyota, eran técnicas específicas como Just in Time (JIT), Kanban y el costo objetivo. Just in Time era el principio de que el inventario representaba un derroche y las entregas de suministro deberían producirse sólo cuando son necesarios; el Kanban, que significa tarjeta móvil en japonés, era un sistema de identificación para gestionar el flujo de piezas hasta la cadena de montaje. Solo se solicitaban materiales cuando se necesitaba en algún punto de la cadena de montaje. El Kanban, un sistema que utilizaba tarjetas como ayudas visuales colocadas por toda la planta, ayudó a producir el número correcto de piezas y a reducir los inventarios y los defectos. El costo objetivo era un invento contable de la década de 1960 según el cual Toyota acordaba los costos objetivos con sus proveedores en función de unos estudios detallados de los diseños y los procesos de cada proveedor.
Toyota y otros productores japoneses consiguieron pasar inadvertidos durante el tiempo suficiente como para poder conseguir grandes cuotas en los mercados automovilísticos mundiales. Los estudiosos Womack, Roos y Jones son los que deben llevarse el mérito de acuñar el término “producción ajustada”, aparecida en su libro “La máquina que cambió el mundo” (1991). Tras visitar una planta de Toyota en Takaoka (Japón) escribieron:
No había prácticamente ningún tiempo muerto entre el taller de soldado y la cabina de pintado, ni entre la pintura y el montaje final. Y no había ningún almacén de piezas. En lugar de ello, las piezas se suministraban directamente a la cadena de montaje a intervalos de una hora desde las plantas de los proveedores, donde habían acabado de fabricarse.
Los principios y prácticas de la producción ajustada se utilizan actualmente en una amplia variedad de sectores de producción y de países, desde la producción de bicicletas en China hasta la construcción de maquinaria para la extracción de aceite de oliva en Italia o la modernización de la red de metro de Londres. Algunos gobiernos han intentado activamente fomentar la producción ajustada entre las empresas locales, y el concepto “ajustado” se ha aplicado a otros procesos comerciales, como la innovación. La noción de “ajustado” es tan potente porque captura la esencia de lo que debería hacer un proceso de transformación: tomar lo mínimo posible y convertirlo en lo máximo posible.
En la década de 1950, Toyota y otras empresas japonesas empezaron a experimentar con la gestión de la calidad total (TQM, del inglés Total Quality Management), un conjunto de conceptos que habían estado promoviendo W. Edwards Deming y Joseph Juran. Hay que recordar que, al terminar la Segunda Guerra Mundial, Japón estaba en el bando perdedor y junto a la pérdida de su capacidad productiva contaba con el factor desfavorable de que había muy poca demanda de productos “made in Japan”, ya que eran considerados de baja calidad.
La TQM consideraba que la calidad era responsabilidad de cada uno de los trabajadores y no de algún experto en calidad contratado para estos temas. Según la TQM, los niveles de calidad deseados se definen desde la perspectiva del cliente. El objetivo es alcanzar estos niveles de calidad con cero defectos. Para que sea posible llegar a los cero defectos, es necesario un flujo continuo de mejoras en los procesos. La estadística ofrece un medio para analizar los defectos y sus causas, y, de ahí, conseguir las mejoras de calidad prefijadas. Así pues, en lugar de poner el acento en la inspección del trabajo una vez realizado, la atención debe desplazarse hacia la prevención de los defectos por parte de empleados y directivos, independientemente de si trabajan en producción o en alguna función de apoyo, o incluso en alguna empresa proveedora. La combinación de producción ajustada y TQM fue arrolladora: la primera generó importantes ventajas en eficiencia y productividad y, la segunda, se aseguró la preferencia de los consumidores al aumentar la calidad de los productos.
Aunque los principios de la producción ajustada y de la gestión de la calidad total continúan siendo muy importantes para la mayoría de las operaciones de producción actuales, durante los últimos treinta años han aparecido otras muchas innovaciones en los procesos –algunas muy exitosas y otras no tanto.
Una de las innovaciones de menor éxito fue la de los experimentos realizados por Volvo en la década de 1970 con la fabricación celular, gracias a los cuales la compañía llegó a ser muy conocida. Debido a unos altos índices de absentismo y a las presiones del gobierno sueco para que pusiera en marcha iniciativas de calidad de la vida laboral, Volvo se olvidó de la cadena de montaje tradicional y en su lugar creó unas pequeñas células de trabajadores con múltiples habilidades para que montaran el automóvil por completo. La fabricación celular supuso algunas mejoras genuinas en la satisfacción de los trabajadores y en la calidad, pero a la larga estas mejoras no fueron suficientes para compensar las pérdidas de eficacia absoluta, y Volvo terminó abandonando dichos experimentos.
Dos adaptaciones importantes de la producción en serie tradicional, ambas surgidas durante la década de 1980, fueron la personalización en serie y la modularización. En ambos casos, el punto de partida era la necesidad de hacer frente a la cada vez mayor diversidad en la demanda de los clientes, y al mismo tiempo no sacrificar las ventajas de producción en serie en lo relativo a la eficacia. La personalización en serie buscaba aprovechar los cada vez más sofisticados procesos de automatización informatizados para configurar un producto según las especificaciones exactas de cada cliente y, al mismo tiempo, seguirlo fabricando en una cadena de producción. El concepto de la modularización era más adecuado para el ámbito cada vez más destacado del desarrollo del software. Lo que pretendía era dividir el desarrollo de un sistema en una serie de módulos separados pero interconectados, de manera que cada módulo pudiera modificarse según las necesidades de los clientes sin tener que realizar ningún cambio general en el resto de los módulos.
Actualmente la personalización en serie se utiliza en muchas empresas, tanto en la producción como en los servicios. Las compañías de servicios de gran éxito como Starbucks y Subway, dirigen sus operaciones en función del modelo de personalización en serie, cuidando a los clientes según sus deseos. La personalización en serie funciona especialmente bien en productos de alta gama, ya que dentro de este segmento las necesidades de los clientes suelen ser más variadas y éstos están más dispuestos a pagar un precio más elevado.
A principios de la década de 1980 nació en Estados Unidos –en parte como reacción al malestar por la supremacía de las empresas japonesas- la reingeniería de procesos comerciales (BPR, del inglés Business Process Re-engineering) que era una variante moderna de la gestión científica de Taylor, aunque con el añadido de una importante dosis de producción ajustada. La BPR adoptaba básicamente una perspectiva de proceso sobre las actividades de las empresas y ofrecía una serie de herramientas para racionalizar los procesos de valor añadido emprendidos por la compañía y eliminar lo sobrante. Otro aspecto de la BPR es que busca un cambio radical, y no parcial. Y la BPR aprovecha las nuevas tecnologías de la información para automatizar los procesos siempre que sea posible y necesario. Tal y como escribió Michael Hammer, uno de los partidarios de la BPR más conocidos: “Si hoy tuviera que volver a crear esta compañía, teniendo en cuenta lo que sé y la tecnología actual, ¿cómo lo haría?”
Las mejoras que busca la BPR incluyen costes más bajos y tiempos de ciclo más cortos, lo cual se consigue eliminando las actividades innecesarias, a los empleados que las ejecutan y los niveles jerárquicos que las gestionan. La reingeniería, como se llamaba abreviadamente a la BPR, se convirtió en algo muy popular y en boga, pero con el tiempo el término se asoció claramente con los recortes de personal. Muchas empresas que necesitaban alguna excusa para reducir su plantilla, anunciaban que iban a poner en marcha un proceso de reingeniería. Todas las grandes compañías han realizado en algún momento algún proceso de reingeniería, y actualmente se utilizan muchos de sus principios. Pero al igual que si alguien habla de producción científica es probable que se le acuse de esclavista, hablar de reingeniería a las claras muchos lo identifican con capitalismo “salvaje”.
En las décadas de 1980 y 1990 se puso en marcha la revolución de la gestión de la cadena de suministro (SCM, del inglés Suply Chain Management). La gestión de la cadena de suministro, un término introducido por la firma de consultoría estadounidense Booz Allen Hamilton en 1982, y más tarde la integración de la cadena de suministro explorada por Dell a principios de la década de 1990, ampliaron la noción de los procesos eficaces y controlados más allá de los límites de una empresa para incluir a los actores de la cadena de suministro. Estas innovaciones pretendían mejorar la eficacia de toda la cadena de suministro, dejando de centrarse exclusivamente en aquellas actividades propias de una compañía.
La última gran innovación en la gestión de procesos es seis sigma, introducida por John Smith en Motorola en 1987 y luego asumida por General Electric. Seis sigma era una extensión lógica de la gestión de la calidad total, ya que aplicaba mecanismos estadísticos de control de procesos para eliminar defectos pero en una escala mucho más extensa. TQM se fijaba como meta los cero defectos, pero veía como aceptable que en una fábrica se produjera un defecto por cada mil productos elaborados. Por el contrario, en seis sigma el objetivo de los cero defectos se mantenía pero todos los procesos productivos tenían que ajustarse para que nunca se produjeran más de 3,4 defectos por cada millón de productos fabricados. Con el tiempo seis sigma, se convirtió en una de las grandes innovaciones en gestión (tanto en fábricas como en empresas de servicios) de los noventa gracias, en parte, a la eficaz manera de empaquetar las herramientas y los métodos para su uso por parte de otras empresas.
Como hemos visto, considerada en su conjunto, la gestión de procesos ha evolucionado de manera básicamente lineal y directa. Las innovaciones parten normalmente de innovaciones previas, y las mejoras en eficacia y calidad a lo largo del último siglo son innegables.