La revolución de los 90
. Los años 90 representaron el periodo más largo de expansión económica de toda la historia de los Estados Unidos. El crecimiento económico iba parejo a unas tasas de desempleo e inflación bajas. Asimismo, el sector privado se caracterizaba por unos fuertes niveles de inversión, unas altas tasas de crecimiento y una elevada rentabilidad. La ideología predominante en este período provenía del legado Reagan/Thatcher de la anterior década, según el cual el protagonismo lo tenía el ciudadano ambicioso, con confianza en sí mismo, responsable de sus acciones y a la espera de ser retribuido por ellas. Su correlativo en términos económicos lo representaba el accionista dispuesto a arriesgar el capital y el emprendedor que lucha con sus competidores. Siendo esto así, la cultura empresarial se caracterizaba por la búsqueda del rendimiento de la inversión, el sólido papel del director ejecutivo y la creación de unidades de producción en cercanía de los mercados. La dirección estaba centrada principalmente en la consecución de los objetivos financieros.
El modelo americano de empresa llegó así a su apoteosis final, definido por las siguientes características:
- Énfasis en la asunción de riesgos, que son considerados la quintaesencia del emprender. Los empleados cobran salarios, los proveedores y clientes están cubiertos por sus respectivos contratos y, por lo tanto, los accionistas constituyen la única parte expuesta al riesgo: en consecuencia, son sus intereses los que deben ser protegidos.
- Un liderazgo fuerte y único. La única manera de asegurar los intereses de los accionistas, la transparencia y la rapidez en la toma de decisiones es que la empresa sea liderada por una única persona: el Director Ejecutivo.
- Descentralización en la toma de decisiones. Resulta necesario si la compañía quiere reaccionar rápida y adecuadamente a las cambiantes preferencias de los clientes y a la acción de los competidores. Por ello, las empresas deben compartimentarse en divisiones, éstas en unidades de negocio y éstas, a su vez, en combinaciones de producto/mercado.
- Fuertes controles financieros. La descentralización de la toma de decisiones tiene que ir acompañada de un fuerte control financiero, basado en objetivos claros para todos los niveles. La remuneración de los ejecutivos dependerá de la consecución de estos objetivos. Igualmente, la transferencia de precios entre unidades necesita reflejar los precios de mercado, de manera que la rentabilidad de las unidades y su valor de mercado puedan ser determinadas. Sobre esta base, algunas unidades de negocio organizativa y operativamente independientes pueden ser compradas o vendidas para optimizar los resultados de las empresas.
- Dirección financiera de las oficinas. La necesidad de reducir costes y de evitar solapamientos con las actividades de las unidades de negocio conduce a un menor número de expertos técnicos y comerciales en el nivel de dirección.
- Una relación flexible entre la dirección y los empleados. En muchas empresas, la planificación de personal es reemplazada por mercados laborales internos.
- Un nuevo estilo de dirección. Sólo se tienen en cuenta los resultados, y estos deben ser tangibles. Las nuevas reglas del juego empresarial son fáciles de entender y todos son conscientes de que los sacrificios personales son inevitables.
Este arquetipo de empresa americana fue excepcionalmente exitoso. Emulado por prácticamente todas las grandes empresas en Europa, parecía no tener límites en su aplicación. En este contexto de euforia, la empresa como institución se convirtió en una fuerza culturalmente dominante, la encarnación de las virtudes estadounidenses y el punto de referencia para los estándares de los servicios públicos, desde la sanidad, educación o asuntos sociales a las cuestiones militares.
Sin embargo, como se pondrá de manifiesto en el siguiente apartado, tras esa exaltación económica se enmascaraba una crisis latente, y la catástrofe no tardó en aparecer. En el año 2001 la economía estadounidense empezó a tambalearse, y a los escándalos financieros protagonizados por Enron y Arthur Andersen se añadieron los casos de WorldCom, Adelphia Communications, YOL Time Warner y otros. Se puso de manifiesto que las direcciones de las empresas habían estado inflando sus ganancias para mantenerse a la altura de las expectativas del mercado, además de proteger los intereses privados antes de las bancarrotas de las empresas o durante las mismas. Los bancos, por su parte, manipulaban las cotizaciones. Como resultado, las bolsas cayeron, los fondos de pensiones se evaporaron y los despidos masivos resultaron la única vía de salvación para muchas grandes empresas. La confianza en los mercados financieros y la economía estaba seriamente dañada. Aunque la crisis fue rápidamente contrarrestada por una serie de medidas gubernamentales eficaces, nadie se atrevió a investigar las razones profundas que la habían provocado ni a cuestionar el modelo de empresa norteamericano. No obstante, su rendimiento fue mucho menor de lo que se pensaba.
Los años 90 no fueron lo que parecían. Los políticos estadounidenses, los funcionarios, emprendedores y banqueros, esto es, todos los que conformaban la economía de Estados Unidos, miraban con orgullo a los 90, la década del milagro económico. Durante esos años, el crecimiento económico se situaba alrededor del 4%, mientras que la inflación permanecía bajo control y ello permitía al Banco de la Reserva Federal mantener unos bajos tipos de interés. Al mismo tiempo, se creó empleo y las tasas de paro bajaron al 4%, de forma que, por primera vez, el conjunto de la población americana parecía participar de lo que se ha considerado la mayor expansión económica de su historia.
Sin embargo, los años 90 no fueron exactamente lo que aparentaban. La economía norteamericana no funcionó tan bien como mostraban las grandes cifras, tanto desde el punto de vista histórico como comparativamente con Europa. Contrariamente a la creencia popular, las empresas norteamericanas facturaron pobremente y bastante peor que sus contrapartes europeas. Hacia el final de la década, parecía claro que el progreso había conllevado un gran riesgo para la economía. Finalmente, fue patente que los accionistas también habían pagado muchísimo por los intentos de mejorar los resultados de sus inversiones.
De hecho, los indicadores macroeconómicos estadounidenses, esto es, el crecimiento de la economía, los ingresos per capita, el empleo, la inflación y la reducción de la pobreza, eran mucho menores de lo que se pensaba en comparación con los europeos. Por ejemplo, aunque el PIB de Estados Unidos y de la Unión Europea entre los años 1996-2001 era de 3,6 y 2,4 % respectivamente, la diferencia se puede explicar por las distintas tasas de crecimiento de las dos poblaciones: más alta en Estados Unidos y menor en la Unión Europea. Al mismo tiempo, el PIN estadounidense en ese período tenía una tasa de crecimiento del 2,2 al año, comparada con la europea de 1,9, pero esa diferencia era aún menor si se corrige con las tasas de inflación aceleradas a finales de los noventa. Asimismo, la cifra de desempleo americana en esos años subiría considerablemente si se incluyese en el cálculo el aumento del número de trabajadores en baja por enfermedad (3 millones en 1990, 5 millones en 2000), el aumento de la población reclusa (1,1 millones en 1990, 2 millones en 2000) y el porcentaje de desempleados en el año 2000 entre la población comprendida entre los 18 y los 54 años. De igual manera, la diferencia en la renta entre ricos y pobres en Estados Unidos, lejos de disminuir, aumentó: en el año 2000, el 1% de la población más rica poseía más que el 40 % de la población pobre, lo cual representaba el doble que en 1979.
Siendo esto así, del análisis de las verdaderas cifras económicas resultaba que, a fin de cuentas, el desarrollo económico experimentado en los Estados Unidos no era tan espectacular como se esperaba en el contexto de la revolución informática y de las comunicaciones. En efecto, las empresas americanas no mejoraron la productividad a pesar del aumento constante de la demanda y, de hecho, la rentabilidad fue mucho menor si se considera que la contabilidad de muchas empresas estaba plagada de prácticas irregulares o sospechosas. Además, las inversiones mal empleadas provocaron sobrecapacidad en muchos sectores y condujeron a despidos masivos de trabajadores. Finalmente, el déficit, tanto del gobierno federal como en el comercio exterior, constatado a principios de los 90, contribuyó a la mayor crisis de las finanzas estatales americanas a finales de la década. Así, la deuda pública y privada alcanzaron sus cuotas más altas hasta el momento. Consecuentemente, la resistencia del sistema bancario empezó a verse mermada ante unos mercados derivativos en expansión, pero no regulados. El valor de las acciones se vio gravemente perjudicado por la búsqueda de unos beneficios cada vez mayores que no reflejaban fielmente la realidad económica.
A mayor abundamiento, la respuesta a esta recesión no contenía ninguna medida novedosa. Consistió básicamente en bajar los impuestos y los tipos de interés, recurrir a los despidos masivos y al outsourcing.
El final del camino. Aunque el modelo americano de empresa había mostrado sus insuficiencias, ello no se asumió en Estados Unidos hasta sus últimas consecuencias. En ese sentido, las políticas económicas adoptadas para combatir la crisis fueron insuficientes: se intentó paliarla con la reducción de impuestos, las privatizaciones de servicios públicos y la limitación del poder de los sindicatos. Sin embargo, la reducción de impuestos tiene sentido sólo si está encaminada a reformar el estado de bienestar, no a destruirlo. En el mismo sentido, la revisión del sistema de seguridad social es inevitable, pero la existencia de ese sistema es también imprescindible.
En el contexto corporativo, los mercados financieros continuaron exigiendo medidas que tuvieran efectos directos sobre el precio de las acciones, lo cual se traducía en la compra de estas, la reestructuración corporativa, la bajada de costes y el outsourcing. Sin embargo, resultaron ser contraproducentes. Así, las empresas que compraban sus propias acciones para mantener su precio en el mercado, sólo perjudicaban su propia solvencia económica a corto y largo plazo. Las unidades de producción con bajo rendimiento sólo se podían vender o desmantelar. Las fusiones y adquisiciones rebajaban el valor de las acciones de la empresa que las protagonizaba. Por su parte, el outsourcing era una buena práctica aunque plagada de riesgos, pues tenía menos flexibilidad para satisfacer los cambios en la demanda. Así, la cadena de abastecimiento, producción y distribución se hizo más vulnerable. Por último, la reducción del personal parecía inevitable para preservar la competitividad; sin embargo, su coste en términos éticos, de coherencia y viabilidad de la propia empresa era muy elevado.
En conclusión, las nuevas ideas escaseaban. Las empresas consultoras no ponían interés en demostrar independencia, porque la pureza ideológica se consideraba muy importante. Esta falta de nuevos horizontes era especialmente evidente en las empresas que operaban en mercados saturados. Como resultado de todo lo anterior, las ventas y los esfuerzos del mercado se hicieron cada vez menos efectivos.
Consecuencias y costes inesperados. La consecuencia más visible de los cambios organizativos y culturales introducidos por las empresas, para facilitar su búsqueda de beneficios sobre las inversiones de los accionistas ante el contexto de crisis descrito, fue la consolidación del director ejecutivo como una estrella, tanto a nivel personal como por su función. Un liderazgo inspirado sería la condición necesaria de progreso en una empresa. La figura del director ejecutivo necesitaba un control máximo para poder satisfacer las expectativas de los accionistas. Sin embargo, la creencia en la omnipotencia del director ejecutivo resultó ser muy gravosa. En muchas empresas su persona se convirtió en una fuente de desestabilización, toda vez que sus preferencias individuales ejercían una influencia perjudicial sobre la asignación de puestos y las políticas de colaboración. Además, en su afán de satisfacer las expectativas de los mercados financieros, a menudo prometía cosas que no podía cumplir. Frecuentemente, ello le costaba el puesto y el de todo su equipo. Las consecuencias eran caras, perjudiciales y de largo alcance.
Por otro lado, el empeño en reducir los gastos generales privó a las oficinas centrales de mucha experiencia técnica y comercial y reforzó el papel de los consultores financieros y estratégicos en las tomas de decisión corporativas. Sin embargo, sus intereses financieros en las propias empresas que asesoraban, a menudo ponían en cuestión su imparcialidad cuando se trataba de nuevas fusiones, financiación corporativa, desinversiones o adquisiciones.
Como consecuencia de la necesidad de centrarse en el cliente, se decidió agrupar operaciones y actividades comerciales en unidades de negocio pequeñas, que operaban en cercanía con el cliente y que podían reaccionar rápidamente a su cambio de preferencias. Pero estas unidades de negocio también necesitaban apoyo corporativo y dinero para proteger adecuadamente sus intereses y los de sus clientes, y las tensiones entre el director ejecutivo (centrado en el aspecto financiero de la empresa) y los jefes de las unidades de negocio (preocupados por los aspectos comercial y operacional), eran constantes. La divergencia entre los intereses personales financieros de los directivos y los intereses financieros de la organización aumentaba constantemente. Esta disparidad se agravaba con la introducción de un modelo de remuneración cada vez más alto y variable. La actitud competitiva de los directivos, útil frente a la competencia, se reveló perjudicial ante sus compañeros. Se generó un clima de hostilidad en el que los directivos se vieron obligados a defender sus posiciones ante ataques reales o imaginarios; la desconfianza y la cautela se volvieron cualidades imprescindibles para la supervivencia.
Estas tensiones y el aumento de la frecuencia e intensidad de los conflictos han tenido un efecto muy negativo sobre la toma de decisiones corporativas, puesto que aquellas destinadas exclusivamente a reforzar la posición personal del directivo tan sólo destruyen valor. Por ello, cuando la cooperación entre unos expertos cada vez más especializados y las unidades de negocio se hizo esencial para lograr cualquier progreso, resultó claro que la manera americana de hacer negocios había destruido por completo la confianza sobre la que se basa toda forma de cooperación corporativa.
Todo esto hace que resulte inevitable buscar alternativas al modelo americano de empresa, que se reveló inflexible, con un rendimiento mucho menor de lo esperado y sujeto a la ley del rendimiento decreciente. En todo caso, es preciso constatar que el modelo sobrevivirá, a pesar de sus imperfecciones, al menos en EEUU, donde las empresas no podrán hacer nada más que intentar perfeccionarlo aprovechando unas condiciones económicas favorables como la existencia de un mercado único y relativamente homogéneo, unos mercados laborales flexibles, un espíritu emprendedor ampliamente extendido, un alto nivel de inversiones en desarrollo e investigación, la cooperación entre las universidades y el sector privado y la abundancia del capital-riesgo.
También sobrevivirá en Europa por mucho tiempo, puesto que son bastantes las empresas europeas que basan sus estructuras organizativas y sus procedimientos en los principios del modelo americano y sus equipos directivos se identifican plenamente con ellos. Sus deficiencias (la figura del director ejecutivo omnipotente, su remuneración, el comportamiento poco ético de los ejecutivos, etc.) se intentarán paliar reforzando cada vez más la responsabilidad social de las empresas, sin que ello suponga poner en cuestión los principios básicos del paradigma americano.