Introducción
Este libro trata de responder la pregunta de qué es lo que podemos hacer para ser más eficaces. La perspectiva desde la que se trata el tema es laboral, aunque es igualmente aplicable al resto de ámbitos de nuestra vida, porque los mismos elementos que nos llevan a ser efectivos en el trabajo son los que nos llevan a serlo en nuestra vida personal.
El libro está estructurado en torno al modelo de la casa de la eficacia, un edificio imaginario construido sobre la base de seis variables constitutivas de la eficacia de las personas. Estos factores —responsabilidad, capacidad, automotivación, autogestión, suerte y simplificación— protagonizan cada uno de los capítulos del libro.
- La responsabilidad es el motor de la eficacia en la medida que nos impulsa a asumir los compromisos y deberes derivados del trabajo.
- La capacidad implica tener los conocimientos y habilidades necesarios para realizar nuestras tareas, es decir, saber hacer.
- Automotivación significa que estemos dispuestos a dedicar el esfuerzo requerido para lograr resultados positivos, esto es, querer hacer.
- Autogestión significa disponer en la empresa de las condiciones organizativas adecuadas para poder rendir, o sea, poder hacer.
- La suerte es un elemento importante de la eficacia, ya que puede afectar al rendimiento individual tanto en positivo como en negativo.
- La simplificación —hacer las tareas de la manera más sencilla posible— es un elemento multiplicador de la eficacia, ya que nos posibilita conseguir resultados con una menor inversión en recursos.
1- Responsabilidad: sin responsabilidad no hay eficacia
Imagine lo que ocurriría si la imponente estatua del David de Miguel Ángel, de 5 metros de altura y 5,5 toneladas de peso, se asentara sobre un pedestal de cartón. La escultura irremediablemente se caería. Podemos utilizar esta analogía para entender que el sustento de la casa de la eficacia es la responsabilidad, porque difícilmente un profesional que no se responsabilice de su propia eficacia individual va a conseguir resultados positivos a lo largo del tiempo. Nadie puede ser eficaz por nosotros y cada uno debe asumir que el motor de su rendimiento es él mismo.
En este contexto, la selección y el desarrollo de personas responsables, así como el despido de las irresponsables, cobra una importancia capital en la gestión empresarial, ya que las organizaciones con individuos cumplidores serán más eficaces.
El vendedor y la crisis. Pongamos el caso de un vendedor que realiza bien su trabajo, pero sobreviene una crisis, se desploma el mercado y deja de vender. ¿Es que ahora es peor profesional? O, dicho de otro modo, ¿es responsable del descenso de las ventas, si resulta que poco puede influir en la crisis? Que seamos responsables de tratar de ser eficaces no implica que también lo seamos de los resultados.
Somos responsables de nuestras acciones, de si se enmarcan dentro de la eficacia, pero no de los resultados, porque estos muchas veces no dependen de nosotros. Si el comercial, ante el descenso de las ventas, se desanima y deja de trabajar, no será responsable ni eficaz. Pero, si trata de buscar soluciones a la situación, entonces podremos decir que es responsable, aunque luego no obtenga resultados positivos.
Ante resultados negativos debidos a circunstancias externas que no controlamos, se pueden adoptar dos posiciones extremas: la primera es abandonarse al lamento y empezar a quejarse sin hacer nada; y la segunda es ser proactivo y establecer medidas concretas para minimizar y revertir las consecuencias negativas que se hayan producido.
El hecho de que haya cosas que nos afecten y que no controlamos puede ser una invitación a quejarnos de lo injusto que es el mundo —que por otro lado a veces lo es—, pero instalarnos en el victimismo, por muy cargados de razón que estemos, no es una respuesta eficaz, ya que el lamento nos hace malgastar energías productivas y nos predispone a mostrar una actitud negativa.
Objetivos: relevantes, realistas y ambiciosos. La responsabilidad es la capacidad de comprometernos con los objetivos que nos fijamos nosotros mismos, o con los acuerdos a los que llegamos con terceros. Lo primero que hay que pedirle a un objetivo es que sea relevante, es decir, que se centre en aspectos importantes. Si la meta que me propongo es algo tan inútil como contar las uvas que hay en una cepa, aunque lo consiga no va servir para nada, pues es absolutamente irrelevante.
No somos realistas cuando los objetivos que nos marcamos nosotros, o que nos fijan en la organización, se basan más en el deseo —yo quiero— que en la realidad —yo puedo—. Cuando sucede esto, no solo no somos eficaces, sino que también nos frustramos al no poder alcanzar esas metas. Es habitual, por ejemplo, que en la planificación de ventas de una organización se acaben fijando los objetivos más en función de lo que la dirección desea para satisfacer a los accionistas que en función de un estudio riguroso sobre la capacidad de los comerciales y la situación del entorno. Y lo que ocurre es que, al no ser realistas los objetivos, no se cumplen, y nadie gana con ello.
Ahora bien, optar por el realismo no es optar por la mediocridad. De hecho, es aconsejable ser ambicioso, dentro del realismo, porque el reto genera eficacia. La teoría de los objetivos formulada por Locke sostiene que cuanto más ambiciosas sean nuestras metas, más nos esforzaremos por lograrlas, siempre y cuando percibamos que son alcanzables.