Hablar para convencer

Resumen del libro

Hablar para convencer

Por: Javier Reyero

Cómo comunicar más y mejor en entornos profesionales
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Introducción

 

Hablar en público de manera solvente es tan importante como algunas de las materias fijas de los planes de estudio. Superada nuestra formación escolar o universitaria llegamos a la realidad del mercado laboral, nos movemos en entornos profesionales en los que nos pasamos el día hablando: hablamos con nuestros clientes para venderles un producto o un servicio; hablamos con nuestro equipo de trabajo para asignar funciones y corregir defectos en los procesos productivos; hablamos con los proveedores para explicarles lo necesario que es bajar el precio o adelantar la fecha de una entrega; hablamos, hablamos y hablamos... Hablamos mucho. Pero ¿hablamos bien? No. La verdad es que tenemos tanto miedo y tan poca costumbre que, por lo general, nos dejamos llevar. Vista nuestra escasa formación, lo contrario sería un milagro.
El fin de cualquier conversación es la transmisión de conocimiento. Una persona habla y otra u otras oyen. Quien habla espera que quienes oyen hagan algo más: que escuchen. Esa es la clave del título de este libro: Hablar para conVencer. No es un error tipográfico. Es un juego de palabras, una licencia de autor a fin de resaltar con una sola palabra dos conceptos: convencer y vencer. Resulta que convencer incluye vencer, luego es el propio idioma el que resuelve esta paradoja. Quienes hablan bien en público convencen porque vencen, porque superan esa enorme distancia que separa al oyente del que escucha. Hablar para conVencer pretende transmitir a los lectores los rudimentos básicos que sirven para alcanzar la conexión mágica entre quien habla y quien oye, ya sea una conferencia, el resumen de las cuentas anuales o una reunión entorno a una mesa de trabajo.

 

El miedo a hablar en público

El miedo a hablar en público forma parte de nuestra vida diaria. Afrontamos una situación inusual que termina por convertirse en una anomalía desagradable. Tan agobiados se llegan a sentir los oradores ocasionales que sufren tanto en el momento de tomar la palabra, como mucho tiempo antes pensando que van a tener que hacerlo. Es tal la tensión, que anticipar ese momento en su cerebro les atormenta tanto como vivirlo. Pero hablar ante públicos grandes o pequeños es una parte muy importante del trabajo diario de muchos profesionales liberales, de los directivos de empresas públicas o privadas, de la fuerza de ventas de una empresa o del director general de la compañía más reputada.
Estamos ante una herramienta imprescindible para nuestros quehaceres cotidianos. Algo indispensable y temible al mismo tiempo. Hablamos con nuestros colaboradores, con los clientes, con los jefes o con los proveedores. Hablamos y tememos hablar. En realidad, tenemos miedo al miedo. Se parte de una máxima errónea: el control absoluto del miedo me ha de convertir en orador capacitado. Anular el miedo no solo es imposible, además es poco práctico, inútil. El miedo se puede controlar pero no se puede suprimir. Es más: no se debe suprimir. El cuerpo humano es sabio. Si no tenemos miedo no percibimos el estrés. Sin estrés no hay mecanismo fisiológico y mental para adaptarse al entorno agresivo. Se pierden los reflejos y la capacidad de reacción. El miedo es un elemento más de la oratoria.
El estrés es un mecanismo defensivo de nuestro organismo que nos coloca en la situación de alerta máxima. Cuando tenemos miedo, aumenta la segregación de adrenalina, sustancia indispensable para acelerar nuestras respuestas. Si tuviéramos que huir ante un peligro inminente, el miedo generaría la tensión imprescindible para iniciar la huida. En caso de relajamiento excesivo, la respuesta sería lenta y deficiente. Exactamente lo mismo ocurre cuando hablamos en público. La relajación excesiva conduce a la pérdida de reflejos. Estamos tan confiados que mecanizamos nuestras acciones y palabras. Si algo falla, si por ejemplo un micrófono se estropea o nuestra audiencia no nos presta atención, careceríamos de base sólida para generar una respuesta útil. Sin miedo no hay tensión. Sin tensión no hay reflejos. Sin reflejos no hay buenos oradores.
Hay que sentir algo de miedo cuando se habla en público, pero no debe aterrorizarnos. Si sobrepasamos el umbral será el miedo el que nos controle a nosotros. Se trata de no perder la iniciativa para no deslizarnos por la pendiente del pánico. Sea como fuere estamos ante un elemento intruso en nuestra tranquilidad. Por muy cómodo que se encuentre el orador, siempre es más tranquilo sentarse en el sofá de su salón que hablar en público. Para dominar el miedo conviene repasar de forma racional su origen. ¿A qué tenemos miedo? Tener miedo antes de hablar en público es algo natural. No se debe caer en la autocrítica excesiva. El miedo no le convierte a usted en una persona peor o más insegura que el resto. Es algo normal. Comenzará a vencer su miedo siempre que asuma que ha de convivir con una pequeña dosis de nervios en cada una de sus intervenciones.
Hablar es como pasear con un destino fijo, pero sin una ruta marcada. Cuando paseamos por el campo tomamos cientos de decisiones que afectan a nuestro paseo: dónde pongo el pie (aquí está mojado, aquí no hay una hormiga, en este lado mejor que el suelo es más plano), qué tamaño tiene mi zancada, qué atajos utilizo, etc. Tomamos decisiones que son producto de descartes. Elegimos una opción a costa de otras muchas alternativas. Llegamos a un pequeño río y al cruzarlo elegimos la zona por donde es más cómodo vadearlo. Con cada zancada afianzamos la pierna de apoyo y tratamos de localizar el terreno apropiado para el siguiente paso. Hay que pensar y hay que elegir la siguiente roca firme, que aguante nuestro peso. Cada paso dado es un éxito. La elección ha sido adecuada... salvo que nos vayamos al agua. Es exactamente lo mismo que hacemos cuando hablamos en público.
La experiencia nos da seguridad. O nos la debería dar. Si hablamos desde antes de dar los primeros pasos, ¿qué nos vuelve tan temerosos cuando tenemos que dirigirnos a otros en una presentación? La respuesta está en ese miedo que nos atenaza en el momento clave y en la falta de información específica. Nos hemos habituado a hablar, pero no nos hemos formado como oradores. Es como proponer al niño que empieza a andar que participe en una carrera de velocidad sin ningún entrenamiento previo. De la misma forma que disfrutamos de la sensación de no caernos al caminar, tenemos que aprender a disfrutar cuando hablamos sin trabarnos. Curiosamente, el mismo verbo trastabillar se emplea para aludir a personas que dan traspiés o tropezones, o para aquellas otras que titubean o a quienes se les traba la lengua.
El miedo también se combate antes de enfrentarse al discurso. Una preparación adecuada le servirá para dominar la presentación. De esta manera, estará reduciendo drásticamente las posibilidades objetivas de cometer errores. Una vieja máxima de la radio dice que no hay mejor improvisación que la improvisación ensayada. Si de verdad existe la necesidad de improvisar, hay que ponerse en manos de la suerte. Si la presunta improvisación se ensaya, nos ponemos solo en manos del talento y no dependemos de la suerte. ¿Qué sentido tiene fiar una intervención profesional que tiene por objetivo convencer a un factor que no se puede controlar? Ninguno, claro está.
Los ensayos son imprescindibles y deberían ser obligatorios. Con el ensayo se presiente el discurso. El miedo también se combate mucho antes de enfrentarse al discurso. Una preparación adecuada servirá para dominar la situación. Cuando se doma la presentación a base de ensayos, se reducen las posibilidades objetivas de cometer errores. Con este entrenamiento previo, minimizo algunos de los riesgos mediante el ensayo del error probable. Las aportaciones de un ensayo bien realizado se pueden resumir en los siguientes cinco puntos: verifico, repaso, me preparo, siento, detecto. No valen los ensayos mentales. No hay que dejar nada al azar. Si va a utilizar notas durante su intervención, repáselas hasta memorizar los puntos más importantes. Practíquelo todo. Un buen ensayo marca la diferencia entre una intervención discreta y una buena intervención. Una última recomendación: el mismo día de la presentación es mejor no ensayar. Un ensayo de última hora, sin tiempo para corregir fallos, solo servirá para aumentar su nerviosismo.

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Biografía del autor

Javier Reyero

Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y máster en Dirección de Empresas Audiovisuales por el Instituto de Empresa de Madrid, Javier Reyero forma parte del equipo fundador de Telemadrid, donde desarrolla su carrera periodística desde 1989, tras un paso de cuatro años por el mundo de la radio. Ha sido jefe de programas deportivos de Telemadrid (1992-2004) y director-presentador de todo tipo de espacios. Lleva once años al frente de Fútbol es fútbol en la cadena autonómica. En 1999, trabajó como jefe de Deportes de Telecinco.

Ficha técnica

Editorial: Pearson Educación

ISBN: 9788483226414

Temáticas: Habilidades directivas

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Se convertirá en uno de mis libros de cabecera