Introducción
Nuestras tareas, responsabilidades, relaciones y decisiones son parte de nuestra identidad y nos definen de manera significativa. Por este motivo, a la mayoría de nosotros nos importa el significado de lo que hacemos.
Hoy en día, los consumidores deciden comprar cada vez más en función del significado que los productos y servicios tienen para ellos que por sus características, tales como el precio, la marca o las habilidades del vendedor. Sólo una combinación e integración del poder de la invención, el diseño y el marketing para crear experiencias con significado para los consumidores permitirá a las empresas lograr un crecimiento sostenible, a la vez que estable.
Escrito en la tradición de Louis Cheskin, uno de los pioneros de la investigación de mercado -que ayudó a Marlboro a encontrar su imagen masculina y a la margarina su color amarillo–, Making Meaning nos habla de la experiencia del cliente con los productos y servicios que tienen un significado para él. Apoyados en numerosas investigaciones propias, los autores plasman su convicción de que las empresas no pueden innovar basándose sólo en la novedad, sino que cada vez es más necesario que satisfagan profundamente la necesidad humana de significado.
Definen lo que significan la “experiencia” y el “significado” en el contexto de la innovación empresarial y, lo más importante, presentan las estrategias prácticas para convertir nuestro negocio en un “negocio con significado”, haciendo hincapié en los papeles, herramientas y procesos para identificar, diseñar, ofrecer y mantener las experiencias con significado para el consumidor. Además, demuestran cómo este significado puede convertirse en el motor de la innovación y en el plan estratégico de la empresa. El significado es también una manera de unificar la visión y de transmitirla de una manera clara y sencilla a todos los miembros de una organización, tanto si ésta se dedica a vender software, refrescos o un producto que todavía no existe.
El camino hacia el significado
En los turbulentos años 70 y 80, el mercado de masas homogéneo empezó a desintegrarse en una serie de mercados nicho, caracterizados por unos consumidores cada vez más confiados en sí mismos y que ya no se sentían obligados a comprar lo que compraba todo el mundo. Uno de los primeros segmentos de población en separarse del mercado de masas fue la llamada “generación de la posguerra”. Al rebelarse contra el gusto de sus padres en la ropa, los coches, la comida y la música, estos consumidores jóvenes fomentaron el crecimiento extraordinario de las compañías como Levis, Pepsi-Cola, Capitol Records o McDonald’s. El éxito de estas empresas demostró que, a partir de ese momento, era posible triunfar en el mercado dirigiendo la innovación hacia un segmento de consumidores con necesidades y deseos específicos.
Desde entonces, para las empresas innovar ya no consistía en saber “¿cómo podemos conseguir que todos quieran esto?”, sino “¿cómo podemos fabricar lo que quiere esta gente?”. El acento dejó de estar en las características de un producto para ponerse en los beneficios del consumidor. Para ganarse a un cliente, no era suficiente que una empresa contase con un producto funcional, a un precio aceptable y tuviese una campaña publicitaria bien hecha, sino que tendría que ofrecer justo el producto adecuado, por el motivo adecuado, en el sitio y al precio adecuados. Los consumidores querían cada vez más cosas y diferentes, especialmente si formaban parte de un “estilo de vida”. Fue entonces cuando compañías como Coca-Cola empezaron a ofrecer toda una gama de nuevos refrescos en una gran variedad de tamaños y envases, o cuando General Motors comenzó a lanzar una nueva marca de coches cada año, destinada a unos clientes cada vez más específicos.
Durante este periodo, el concepto de la creación de marcas se puso de moda e hizo que la innovación fuera más allá de la función y el valor económico del producto para abordar aspectos tales como la identidad o la emoción del consumidor. Así, una tarjeta de crédito como American Express podría llamar la atención adoptando una imagen de lujo y exclusividad; Pepsi podría competir con Coca-Cola asociando su marca, y por añadidura, a la persona que la compraba, con la diversión y la popularidad.
Una vez la forma, la identidad y la emoción se hubieron convertido en factores decisivos del éxito de un producto, servicio o marca, la importancia de los diseñadores fue en aumento. Con independencia de su especialidad, la tarea que todos ellos tenían que cumplir a partir de ese momento era conseguir que la experiencia del cliente con el producto fuese lo más idónea posible.
Por su parte, los consumidores empezaron a notar y a disfrutar la experiencia del diseño y las empresas a cobrar su valor añadido. Así llegamos a la situación actual, donde pagamos más por un café si es en Starbucks o por un reproductor de música si es un iPod, y no nos importa no tener asientos reservados si la línea aérea con la que volamos es Southwest. Todos estos productos y servicios triunfan en el mercado por ser el resultado de una unión entre la invención, el diseño y el marketing en un todo perfectamente integrado que tiene un significado para nosotros cuando los utilizamos. La estrategia de estas empresas es un camino que las demás no sólo pueden, sino que deben seguir.