Introducción
Según sostiene Hamish McRae, para el año 2020 el planeta Tierra albergará a más de 8.000 millones de habitantes, de los cuales la mitad vivirá en Asia. Samuel Huntington complementa este dato con un estudio de las civilizaciones en el que pone de relieve que dicho crecimiento demográfico vendrá aparejado a una profunda reconfiguración del orden mundial. Según sus estimaciones, la participación de Occidente en el total de la población habrá descendido de un 44,3 % a inicios del siglo XX a un modesto 10,1 % dentro de un par de décadas, mientras que otras civilizaciones aumentan ampliamente su cuota, como sucede con la africana, la hindú y la islámica, que en ese mismo periodo pasarán de representar el 4,9 % de la población total del planeta (0,4, 0,3 y 4,2, respectivamente) a sumar entre ellas el 50,5 % de la población humana (14,4, 16,9 y 19,2, respectivamente).
Aunque las consecuencias futuras de estos profundos cambios demográficos resultan inciertas, en el presente asistimos a una serie de fenómenos ligados a este proceso. De una parte, con los avances de la medicina, la población envejece e incrementa su expectativa de vida, haciendo que disminuya la clase económicamente activa y reavivando el debate sobre la conveniencia de retrasar la jubilación. De otra parte, el rol de la mujer se transforma y su presencia laboral, también en cargos directivos, crece diariamente. Asimismo, aumenta el número de personas que trabajan en sus domicilios, lo hacen también los trabajos a tiempo parcial y se asientan las formas de trabajo voluntario que tienden a suplir las labores del Estado.
Todas estas cuestiones demográficas se presentan entrelazadas con graves problemáticas que ponen en riesgo la vida de millones de personas y que amenazan con poner término a la supervivencia de la especie humana. De un lado, prolifera la miseria, y mientras que millones de personas mueren de hambre en los países más pobres, las naciones desarrolladas gastan cifras incalculables de dinero en almacenar y destruir productos alimentarios que nunca serán consumidos, u ofrecen subvenciones que premian la improductividad de sus campesinos y que superan ampliamente el total de la ayuda humanitaria al Tercer Mundo. De otro lado, una crisis ambiental sin precedentes se cierne sobre la humanidad, y se estima que en un plazo de 20 a 25 años, la supervivencia de una cuarta parte de la población se verá directamente amenazada por esta causa.
Ese es, a grandes rasgos, el desolador panorama al que nos enfrentamos los seres humanos en el mundo de hoy. Frente a tantos problemas, anhelamos la orientación de un líder decidido que nos guíe y nos resguarde de la impetuosa tormenta. Acuden, entonces, a nuestras mentes, las imágenes idílicas de un gran estratega, de un gobernante iluminado, de un personaje sapiente e inmaculado que sepa conducirnos por el camino de la redención. Y mientras lo imaginamos, se nos ve cruzados de brazos, casi indiferentes ante la situación, como esperando sus órdenes para comenzar a movernos.
Asociamos la noción de liderazgo al nombre de aquellos personajes que han hecho gala de una profunda habilidad para transformar la realidad humana. Pensamos en Stalin, en Gandhi, en Hitler, en Luther King, en Mao Tse Tung, en Abraham Lincoln, en Fidel Castro. Omitimos sus ideales o sus propósitos para recoger de ellos unas capacidades comunes: un excepcional olfato para detectar los anhelos y ansiedades latentes del pueblo; una habilidad sin igual para comunicar, captar, retener la atención, provocar y alimentar los ánimos; un talento poco común para influir en las creencias y acciones de los otros y una fuerza y osadía insuperables para movilizar a una masa en torno a sus propósitos.
Pero cuando los elevamos a todos a la condición de líderes, sin preocuparnos por los fines que perseguían o por los medios que utilizaron, incurrimos en la peligrosa trampa de emplear el mismo término y medir con igual rasero las acciones de dos personas tan antónimas como lo fueron Hitler y Gandhi. Y esa prostitución del concepto amenaza con tergiversar nuestras expectativas con respecto al liderazgo y a los asuntos clave de la convivencia social. Si la palabra líder es tan amplia, tan dúctil y tan maleable, ¿qué papel puede desempeñar el liderazgo en la resolución de las calamidades sociales, ecológicas o éticas que nos aquejan?
Una definición única del liderazgo siempre resultará arbitraria, pero en la medida en que las sociedades depositen sus anhelos de progreso en la figura movilizadora del liderazgo, mal haríamos en aceptar una definición tan amplia que dé abrigo a prácticas totalitarias, deshumanizadas, bárbaras u oportunistas que acometen algunos a los que se suele llamar líderes. Y si la asepsia sociológica insiste en llamar liderazgo al conjunto de habilidades previamente enunciadas, y a deslindarlo de toda consideración ética sobre el objeto que se persigue con su ejercicio, entonces hay que elevar la voz para subrayar el carácter negativo de ciertos liderazgos.
Los antiliderazgos
La palabra líder tiene un tufillo elitista. Por lo general, se suele asociar con un ser especial y carismático al que siguen el resto de los mediocres mortales. Se piensa que el liderazgo es un gen, algo así como un designio divino, y que los pocos llamados a ejercerlo tienen por esa virtud el derecho a hacer con él lo que se les antoje. Sin embargo, basta con explorar un poco la biografía de grandes hombres como Lincoln o Gandhi, para encontrar que aquello de liderar a sociedades enteras no necesariamente va aparejado con una personalidad arrolladora que haya destacado desde la infancia y haya sido percibida como exitosa. Por el contrario, el liderazgo es algo que se labra con paciencia y se construye con esfuerzo.
Esta ambigüedad del término líder es la que da cabida a que una serie de personajes sean reputados como líderes, sin tener en cuenta los propósitos de sus acciones o los medios que utilizan para alcanzar sus fines. Ya la historia nos ha dado evidencias abundantes del precio que se paga cuando se piensa que un buen fin justifica todo medio. Si hemos de hablar de verdadero liderazgo, o de buen liderazgo, no podemos escindir los fines de los medios. A la luz de esta consideración, es posible rastrear diferentes manifestaciones comunes de liderazgos de tipo negativo:
1. Liderazgos carismáticos. Si líder es quien tiene seguidores, quien moviliza masas, quien genera la adhesión entusiasta y el seguimiento fiel de los pueblos, entonces qué mayores ejemplos de liderazgo nos da la historia reciente que Hitler y Mussolini, maestros de la hipnosis colectiva que condujeron pueblos enteros como rebaños. Pero ni sus propósitos ni los medios que utilizaron han podido superar la implacable prueba del tiempo, que en su transcurrir va fijando las bases para un análisis objetivo de sus actuaciones. Son líderes que han sabido sintonizar con los anhelos de un pueblo y que han construido sus discursos sobre la base de los temores y las frustraciones colectivas; movidos por su afán de dominar y por sus ansias de poder, pierden el examen de la historia, que siempre saca a la luz el revés de sus acciones. En palabras de Baltasar Gracián, “la Mentira es siempre la primera en todo y arrastra a los necios por la continua vulgaridad. La Verdad llega siempre tarde y última, cojeando con el Tiempo”.
La palabra mágica que une a estos supuestos líderes es el carisma. Un concepto etéreo e inasible que cuando va unido a la inmoralidad y se encuentra por delante una muchedumbre inculta y deslumbrada, genera una bomba social de peligrosas dimensiones. Al fin y al cabo, no hay líder sin seguidor. Václav Havel, primer presidente de la República Checa, decía que nos hemos acostumbrado a los sistemas totalitarios, de los cuales no somos simples víctimas, sino activos concretores. Es la debilidad de las masas lo que las convierte en marionetas del iluminado de turno. Como acotó certeramente Einstein, “el respeto inconsciente hacia la autoridad es el más grande enemigo de la verdad”.
Poco después de la muerte de Stalin, en una rueda de prensa en Washington en la que Nikita Jrushchov denunciaba públicamente y cuestionaba de forma decidida la horrible política de su predecesor, un periodista le pasó por escrito una pregunta en la que le recordaba que él había sido uno de los más estrechos colaboradores de Stalin, y le preguntaba qué había estado haciendo durante todo ese tiempo. Al leer la pregunta, Jrushchov enrojeció de cólera, se levantó e increpó con voz fuerte a los periodistas de la sala para saber quién había osado hacer esa pregunta. Tras un silencio intimidante que se extendió por algunos segundos, Jrushchov exclamó: “Eso es lo que hacia yo”.
El autoritarismo y mesianismo de unos pocos, que deslumbran con el don de su carisma, y la docilidad y dimisión de otros muchos, que los siguen como rebaño irreflexivo, es una escena que no sólo dibuja las grandes tragedias sociales, sino que hace presencia en la realidad de todo colectivo y que tiene su parangón continuo en muchos estilos de dirección de los managers de hoy.
2. Liderazgos maquiavélicos. En 1513, tras haber sido encarcelado y torturado, Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe para asistir a los Médicis en su gobierno de la corte de Florencia. Quizás fuera el rencor que rezumaba por todos sus poros el que inspiró sus argumentos, pues en sus ideas se percibe una acentuada desconfianza frente a la especie humana que marca la pauta de todo su tratado sobre las formas de gobierno eficaz. En esta obra, por ejemplo, Maquiavelo sostiene que “no es necesario que un príncipe posea de verdad todas esas cualidades, lealtad, clemencia, religiosidad, caridad, pero sí es muy necesario que parezca que las posee. Es más, me atrevería incluso a decir que poseerlas y observarlas es siempre perjudicial, mientras que fingir que se poseen es útil”; y remata esta idea afirmando que “para conservar el Estado, [el príncipe] a menudo necesita obrar contra la lealtad, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión”.
No es de extrañar que sus razones hayan inspirado el gobierno de personajes como Napoleón, quien llegara a coronarse emperador y de quien Simón Bolívar afirmara: “Su único objeto es el poder. ¿Puede un pueblo confiarse a un solo hombre?”. Los comentarios de Napoleón al original de El Príncipe concluyen con la siguiente afirmación: “Esto es con lo que yo cuento. Triunfad siempre, no importa cómo; y tendréis razón siempre”.
El liderazgo maquiavélico, inspirado también en las anisas de poder, lleva a los gobernantes a someter todas sus acciones a las señales de quienes les rodean y a modelar sus pensamientos y opiniones en función de los anhelos de la opinión pública. En su actuar, la democracia de las ideas y las reflexiones ceden ante la dictadura de las encuestas y las estadísticas. Como camaleones sociales, estos supuestos líderes se adaptan de forma oportunista a los entornos y más parecen dictadores vestidos de demócratas, que saben cómo ganar una elección repitiendo todo aquello que la gente quiere oír.
El verdadero líder puede y debe ir a contrapelo, en la medida en que se rija por sus propias ideas y a pesar de que eso le obligue a navegar contra la cultura imperante. Decía Unamuno que la locura de hoy es la cordura del mañana. Cuanto más firmes sean las raíces de un árbol, más flexibles serán sus ramas; las férreas convicciones de un verdadero líder no tienen que traducirse en rigidez y ceguera, pero sí deben permitirle relativizar la importancia de la popularidad y no supeditar sus actos a la aprobación de los demás. De nuevo, cuántos directivos de organizaciones no sacrifican el futuro de sus empresas en su afán individualista de complacer a clientes o sindicatos.
3. Liderazgos paternalistas. Finalmente, existe un tipo de liderazgo que aunque esté inspirado en una intención positiva de ayudar a los otros, sólo contribuye a generar relaciones de dependencia, enalteciendo y perpetuando el poder de quienes lo ejercen. Lincoln decía sabiamente que “no se puede ayudar a los hombres haciendo permanentemente por ellos lo que ellos pueden y deben hacer por sí mismos”.
De la misma manera en que un padre ultra protector, que crea en sus hijos una sensación aparente de seguridad y apoyo, puede minar la seguridad personal de los menores y generar una dependencia absoluta que lo hace ser imprescindible para ellos, así mismo algunos líderes, en ocasiones bienintencionados, arrasan sutilmente con la autonomía de sus gobernados. Si nuestros hijos tienen un problema, lo mejor que podemos hacer es proveerles con las herramientas necesarias para que ellos mismos lo resuelvan. De esa manera, nos vamos sustrayendo paulatinamente de su vida, para que ellos tengan la capacidad de gobernarse por sí mismos. Un padre adquiere su verdadera majestad y condición cuando deja de ser imprescindible.
El liderazgo genuino no está orientado a velar por el otro eternamente, sino a educarlo. Y este reto adquiere particular importancia en la vida cotidiana de la empresa moderna, que muchas veces se presenta como una inmensa guardería infantil. Los directivos han de recordar que el paternalismo sólo contribuye a retrasar o a impedir la madurez de los dirigidos y, en última instancia, de la organización entera. MacGregor Burns, en su obra Leadership, resume esta idea en el siguiente pensamiento de un líder empresarial: “Sé que me tengo que ir, porque esta experiencia no habrá cuajado hasta que pueda funcionar sin mi”.
MIRNA ELIZABETH BONILLA PEREZ
Toda la tematica interesante.pensamiento que dejan una refexión hacia lo que debemos hacer para ser personas que eduquen, que transformen vidas.