Acuerdos y discusiones. Llegar a un acuerdo es fácil y... peligroso. Las situaciones en las que se está de acuerdo en todo son positivamente poco saludables. La naturaleza humana rechaza por sistema el conflicto, por lo que el acuerdo es la vía de escape más fácil, incluso cuando existe un desacuerdo latente. Este solo aflora a la superficie cuando ha terminado una reunión, en el momento en que los participantes conversan alrededor de la máquina del café. Pero ese es precisamente el peor momento para empezar una discusión.
En definitiva, los acuerdos son peligrosos porque:
- Rara vez representan la mejor solución. Cuando todo el mundo muestra su conformidad en algo, normalmente bajo ello se oculta el respeto a las jerarquías o una falta de interés, más que un compromiso entusiasta con lo decidido.
- Alientan el cinismo. Las verdaderas discusiones y desacuerdos estallan fuera de las salas de reunión.
- Son una pérdida de tiempo. Si la oposición surge fuera del foro de discusión normal, hay que realizar el esfuerzo adicional e improductivo de recopilar todas las ideas disidentes y tratar con ellas.
- Refuerzan la jerarquía. El método de gestión del “ordeno y mando” puede que funcionara hace 50 años, pero no hoy. Una organización eficiente es aquella en la que sus directivos no pretenden ostentar el monopolio de la sabiduría.
Algunas organizaciones son más proclives que otras a la plaga del acuerdo permanente. Las organizaciones tradicionales que se basan en la jerarquía (como las agencias gubernamentales o las compañías de seguros) son, en este sentido, las peores. En industrias más creativas, alcanzar un compromiso puede llegar a convertirse en un reto diario.
De lo que se trata, entonces, es de cómo potenciar los debates constructivos en los que el desacuerdo sea visto como algo provechoso más que como una actitud desleal. Tanto los jefes como los subordinados son los responsables de reorientar las empresas hacia ese rumbo. Los jefes tienen que dar señales de que la discusión es saludable y reforzar esa impresión tanto en público como en privado. Para los subordinados, el reto consiste en encajar deportivamente las discrepancias, entendiendo que no se trata de objeciones sino de acicates para el desarrollo de la empresa.
Dos hábitos suelen ayudar. Comentar, en primer lugar, los beneficios (aquello que a alguien le ha gustado de una idea concreta) antes que los inconvenientes. Esto sirve para mostrar que se ha escuchado con atención y se ha entendido claramente el asunto debatido. El segundo paso es buscar una salida para las objeciones presentadas. En lugar de decir: “Esto es una estupidez y no nos lo podemos permitir”, optar por algo similar a “¿Cómo podemos afrontar financieramente este asunto?”. En el fondo de ambas expresiones late la misma preocupación, pero en el segundo caso el que habla se postula como parte de la solución, no como parte del problema.
Reducción de costes. Las reducciones de costes pueden utilizarse tanto para hacer adelgazar una empresa como para ponerla en forma. Todo el mundo estaría de acuerdo en que es preferible estar en forma a sufrir anorexia. Pero en el mundo empresarial coexisten ambas alternativas.
La primera concepción de la reducción de costes (la anorexia) significa, lisa y llanamente, gastar menos para obtener menos. Pero las empresas no adelgazan para alcanzar la excelencia. Además, en una situación de crisis siempre surgirán resistencias. Cada departamento encontrará una razón “de peso” por la que debería quedar al margen de esta política:
- “El año pasado ya redujimos nuestros costes”.
- “Estamos en pleno crecimiento; sería un suicidio”.
- “Nuestros costes son inferiores a los de la competencia”.
- “Si reducimos nuestros gastos de marketing perderemos en ventas”.
- ...
La lista de argumentos es interminable: de ahí que una reducción de costes movilizará a toda la organización frente al equipo gestor. En este caso, la única respuesta razonable de los responsables empresariales suele consistir en no ser razonable y no hacer excepciones: “Lee mis labios: o consigues una reducción del 20% de los costes o tú eres parte de la reducción”. Lo único cierto es que, al final de una política tradicional de contención del gasto, la organización en su conjunto puede llegar a ser mucho más ligera, pero sin duda también mucho más débil y encontrarse internamente desmoralizada.
El reto supone hacer más o mejor con menos (fitness). El punto de partida no es atajar el presupuesto de cada departamento de forma individualizada, sino analizar el mercado, es decir, determinar qué productos o servicios combinan el ser deseados por los consumidores y, además, ser rentables.
El ABC (activity-based costing) posiblemente es un duro ejercicio, pero ofrece una completa y nueva perspectiva acerca de dónde el negocio está generando o perdiendo dinero y de qué es lo que provoca costes para la empresa. El ABC se centra en los costes de las actividades (generar facturas, cobrar deudas) más que en las funciones (contabilidad). Cada cliente, cada producto, está influido por estas actividades. Al ligar estas a los productos, habitualmente se descubre una larga serie de productos o clientes marginales y poco productivos. Este hallazgo ofrece grandes oportunidades de mejora. El ABC permite así trabajar de forma más inteligente, sin tener que reducir costes por el mero “placer” de hacerlo.
El cambio cultural. Los programas de cambio cultural no dan resultado. La resistencia surge por doquier simplemente con anunciar que se va a modificar la cultura de la organización. La causa de esta oposición estriba en que ese anuncio parece decirle a la gente que la forma de pensar de los últimos años estaba equivocada. El binomio cambio-cultural evoca las revoluciones culturales de la historia, al estilo de Mao, Pol Pot y otros dictadores. Sin lugar a dudas, no es el mejor punto de partida para desarrollar y asentar una nueva cultura sólida y abierta. Los cambios culturales son más efectivos si se ataca por los flancos, de forma indirecta.
Las declaraciones de valores tampoco ayudan, porque solamente tienen sentido para aquellos que han pasado meses analizando el significado último de cada palabra de una frase grandilocuente. Para el resto de los empleados de una empresa no son más que palabrería hueca. La gente adopta una cultura no por lo que se enuncia, sino por lo que se hace.
Para ilustrar cómo lo que se hace es más importante que lo que se dice, y que la mejor técnica de cambio cultural es el cambio indirecto, podemos analizar el caso de una empresa con un ritual muy curioso: dos veces al día, una secretaria servía el té a los miembros de mayor rango de la oficina. Culturalmente, su trabajo consistía en reforzar la jerarquía y humillar al staff. Si alguien era importante, se detenía junto a su mesa y le servía una taza de té. De lo contrarío, la secretaria pasaba de largo. Los no afortunados tenían que hacerse con su té (de ínfima calidad) en una de las máquinas instaladas al efecto.
El primer paso del cambio cultural fue eliminar drásticamente la costumbre de hacerse servir el té en el propio escritorio de trabajo (las revoluciones a veces son crueles) y colocar máquinas expendedoras gratuitas. Desde aquel día, la revolución avanzó desmantelando paulatinamente lo que quedaba de otros símbolos de jerarquía y estatus: plazas de aparcamiento reservadas, comedores lujosos para los directivos, automóviles ostentosos, etc.
En muchas compañías se piensa que la comunicación consiste simplemente en propagar alto y claro cierto tipo de mensajes. Pero este no es precisamente lo que se llama un sistema eficaz. La propaganda en una empresa goza de la misma integridad y reputación que el Pravda en la época soviética. La comunicación clara y fiable constituye un elemento crítico. Sus principios esenciales se basan en lo siguiente:
- Las palabras y las acciones deben estar en consonancia. No se puede pretender una cultura emprendedora si no se sabe gestionar y aceptar el riesgo y el fracaso.
- La comunicación es un camino de doble sentido: hay que asegurarse de que lo que la organización manifiesta es escuchado y se actúa en consecuencia. Si se escucha pero no se hace nada al respecto, simplemente se refuerzan las actitudes cínicas.
- La comunicación es algo personal. Los individuos responden mejor a la comunicación personalizada que a la difusión masiva de mensajes. Además, suelen guiarse más por los rumores que por la información oficial. En consecuencia, hay que mantenerse atento a los comentarios que circulan por la empresa y abordar un trabajo serio en lo que respecta a ese canal de comunicación.
- Hay que mantener el mensaje una vez emitido, repitiéndolo una y otra vez. Puesto que la publicidad es una “guerra de desgaste”, así debería ser también la publicidad interna.
Potenciar la autonomía. En los últimos 200 años, el arte de delegar ha ido perdiendo terreno de forma permanente. El dejar que los empleados asuman ciertas responsabilidades es un mero elemento retórico en los discursos de los altos cargos (discursos, dicho sea de paso, plagados de mentiras decepcionantes).
El gran enemigo de una delegación auténtica es una concepción errónea de la comunicación y la información. Hace 200 años no existían alternativas. Una vez que los barcos zarpaban desde Europa hacia las colonias, ya no había marcha atrás: las personas que se embarcaban solamente volvían a ver a sus jefes años más tarde. Si surgían obstáculos, no los reportaban a las oficinas centrales. Un barco podía tardar unos seis meses en volver desde la India a Inglaterra. Para entonces, las revueltas o cualquier otro tipo de contratiempo que hubiera ocurrido abordo eran historia. Incluso enviar un mensaje desde ultramar podía tardar semanas. Por ello, el responsable de la embarcación tenía que tomar el control, hacer uso de su iniciativa y nunca jamás se planteaba pedir consejo a sus patrocinadores. A su regreso, tanto podía haber fracasado en su misión como haberla culminado con éxito.
Hoy en día, si hay que tomar la decisión de, por ejemplo, rebajar un centavo en el precio de venta al público de un detergente, se forman comités, se convocan reuniones de seguimiento, se realizan presentaciones, se crean grupos de análisis y se encargan investigaciones e informes diarios, semanales, mensuales... Y lo curioso del asunto es que muchas personas llaman a todo esto “delegar”, potenciar la autonomía o, como se conoce en inglés, empowerment.
La confianza del equipo directivo y el saber delegar son inversamente proporcionales a la frecuencia y al volumen de los informes solicitados. Ciertamente vivimos momentos de gran desconfianza. La alta dirección cae en la trampa de pensar que, pues existen mejores comunicaciones y medios de información, tenemos que usarlos a destajo. Y lo cierto es que solamente se emplean porque nos otorgan más control y reducen los riesgos inherentes al acto de delegar.
La desmotivación y el cinismo no son solo hijos de la burocracia administrativa o de la pesada carga que la actividad de reporting representa. Estas actitudes nacen de constatar que el “deporte” del reporting es un voto de desconfianza hacia el encargado del informe, que deja además el campo abierto a ser criticado y desautorizado por el jefe.
La buena noticia es que existen otros métodos para mantener el control y, de paso, conseguir que los empleados continúen motivados. Uno de ellos es el enfoque utilizado por los grandes conglomerados empresariales: rigurosas mediciones financieras y recompensas junto con un rígido control financiero. Con estas herramientas se deja a los empleados trabajar, asumiendo que están haciéndolo para conseguir sus objetivos. Es un modelo de alto compromiso, basado en las motivaciones humanas del miedo y la ambición, y maximiza la flexibilidad. Dentro de las organizaciones eficaces, delegar consiste en controlar los resultados, no los procesos. En definitiva, menos informes y más delegación efectiva.
Investigación de mercados: mentiras y estadísticas. Las empresas tienen que conocer a sus clientes. Los estudios de investigación de mercado son la mejor manera de no encontrar la verdad. Los consumidores no están predispuestos a mentir, pero lo hacen. La mayoría de los estudios sobre consumidores se basan en actitudes y opiniones. Así tenemos el caso de un estudio realizado para una empresa de televisores en el que se preguntaba a los clientes por qué compraron determinado modelo. Las respuestas reflejaban actitudes racionalizadas a posteriori acerca del precio, las características, el rendimiento y la calidad.
Un segundo estudio para esa misma empresa, centrado en el comportamiento de los consumidores, abordaba a la gente en el mismo momento de abandonar los centros comerciales, hubieran o no comprado. La investigación mostraba que los consumidores iban de tienda en tienda y, progresivamente, se sentían más confundidos sobre los precios. Justo después de realizar su compra, no conseguían recordar los diferentes precios o características de los otros modelos que habían visto. En definitiva, si no podían recordar estos datos básicos, era imposible que hubieran tomado una decisión completamente racional.
En la práctica, los consumidores quieren que se les cuente una historia. Necesitan estar seguros de que han hecho una elección inteligente y que no se llevarán la sorpresa de que sus vecinos han elegido mejor. Esto lleva a las tiendas a proporcionar un paraguas de precios tranquilizadores sin tratar de ser constantemente los líderes en precios. Más importante aún son las habilidades de los vendedores, que son capaces de proporcionar seguridad a los clientes con argumentos que pueden basarse en el precio, en alguna característica particular del producto o en las garantías post-venta. En definitiva, entender el comportamiento de los consumidores es un arma más poderosa que recopilar y estudiar sus actitudes racionales.
Las investigaciones en un entorno de business-to-business normalmente se centran en el comprador inmediato. Esto genera dos problemas. Al igual que el consumidor minorista (retail), los compradores también mienten. Pero además de esto, es precisamente a la persona que compra a la que menos habría que interrogar. Su rendimiento se mide por los costes que maneja, pero esto puede no ser lo que el resto de la organización espera. A un departamento de ingeniería o producción, comprar un componente de mayor precio que otro posiblemente le merezca la pena si con ello incrementa sus ventas. Recopilar únicamente la información del comprador no saca a la superficie estas particularidades.
Los estudios de investigación de los consumidores han de basarse en dos principios. En primer lugar, deben centrarse en los comportamientos y en cómo se usa el producto, no en las actitudes racionales. En segundo lugar, hay que preguntar a la persona correcta: es preciso dirigirse a los usuarios de un producto, no solo a los compradores. No solo hay que observar el comportamiento de quien adquiere un automóvil, sino el uso que toda la familia hará del mismo.
Entropía y excelencia. La excelencia es el santo grial del management. Sin embargo, nunca se llega a ella y además no es imprescindible. La realidad diaria de la gestión empresarial es luchar contra las fuerzas de la entropía que pueden conducir al caos. La ventaja sobre el resto de todas las demás compañías de la competencia consiste en que se hallan enfrascadas en la misma pelea. Esto significa que la ventaja competitiva no está basada en la noción abstracta de la absoluta excelencia: disponer de una ventaja competitiva requiere simplemente ser menos incompetente que el adversario.
En algunas industrias, los niveles de competencia son particularmente elevados: la experiencia en producir microchips de ciertas empresas, las habilidades de marketing en Procter & Gamble o los conocimientos de trading de algunos bancos de negocios son espectacularmente sobresalientes. Pero incluso esas organizaciones reconocen que no alcanzan la excelencia en todas y cada una de sus actividades, pues llegan a perder cientos de millones en situaciones en las que se supone que sabrían manejarse con más criterio.
La búsqueda de la excelencia es una inútil pérdida de tiempo. Lo que de verdad traza una distinción entre unas empresas y otras es saber realizar bien lo básico y trabajar incesantemente y con ahínco, preferiblemente algo más rápido que la competencia.
Exceso de capacidad. El exceso de capacidad no es un pecado mortal. De hecho puede representar una inversión inteligente. Piense por un momento cuántas veces ha estado clavado en la cola de un supermercado, esperando estoicamente en un aeropuerto para facturar o colgado de la línea de teléfono rogando que alguien conteste al otro lado del call center. En todos esos casos, es el cliente el que paga la falta de capacidad operativa del suministrador del servicio. Es posible que obtenga un precio menor, pero siempre será a costa de un servicio que hace aguas.
Una organización puede ser altamente eficiente a costa de dejar de invertir en su futuro. Cualquier sistema que opera sin exceso de capacidad (que tiene una eficiencia del 100 %) es de por sí inestable. No podrá hacer frente a cualquier exceso de demanda o reaccionar con agilidad ante un imprevisto. Una oficina en la que el personal trabaja 60 horas semanales, con el único objetivo de mantener el statu quo, no es un lugar feliz y seguramente no tiene un prometedor futuro por delante.
El exceso de capacidad no suele medirse por el número de individuos que permanecen cruzados de brazos durante todo el día, sino por los tiempos muertos que se repiten una y otra vez y que podrían emplearse en otras actividades. Es todo un arte identificar dónde se encuentran esas horas inútiles y establecer una lista de iniciativas que sería conveniente emprender, con el fin de acomodar el exceso de oferta a la demanda e invertir en el futuro.
La hierba es más verde al otro lado de la montaña. A todo el mundo le gusta imaginar que la hierba es más verde al otro lado de la colina, incluso a la gente de éxito. Los hombres de negocios piensan en el poder de los políticos, que a su vez sueñan con el glamour de los actores, que anhelan la gloria de los atletas, que ambicionan el genio de los científicos... Siempre hay alguien a quien envidiar. Hay que reconocer que nadie tiene todo lo que desea. Incluso aquellos que parecen tenerlo todo, siempre dirigirán sus pensamientos hacia algo que está más allá del poder o del dinero.
El único consenso que podemos encontrar es entre los hippies. Todos están de acuerdo en que Pokhara, en Nepal, es “el otro lado de la montaña”. Nada iguala sus verdes praderas. Pero esto no resulta de gran ayuda para la gente que tiene que tomar decisiones acerca de su carrera profesional...
Cambiar de trabajo es atractivo porque se aprenden cosas desconocidas hasta entonces. Pero también conlleva sus riesgos. En la emoción de la búsqueda de empleo, tanto el entrevistador como el entrevistado tienden a distorsionar sus promesas. El primero juega a sobrevalorar los puntos fuertes de la empresa y la relevancia del puesto que ofrece. Por su parte, el entrevistado tiende a agrandar sus logros pasados. Por lo tanto, lo primero en aparecer es la frustración frente a las expectativas que se habían creado. El recién contratado se encuentra con la cruda realidad:
- No hay una red de ayuda. Esta sí que existe en las grandes organizaciones, pero el nuevo empleado se ve expuesto a todo tipo de tropiezos antes de que pueda construirse su propia red.
- Las reglas de juego son difusas. Toda empresa cuenta con una serie de normas no escritas acerca de cómo debe ser el rumbo general, lo que es bueno o malo, cómo vestirse o cómo trabajar. El recién llegado se mueve por un campo minado: la política es algo oscuro.
- Escepticismo. La gente quiere comprobar cómo se las arregla el flamante compañero, sobre todo si había candidatos internos a ocupar su puesto. Demostrar la propia valía en un ambiente donde no se conocen la política ni las reglas del juego, y no se dispone de una red de apoyo, es mucho más duro que demostrarla en la antigua empresa.
- Desilusión. La hierba no crece más verde al otro lado de la colina. La mayoría de las empresas que pertenecen a un mismo sector se valen de similares habilidades, personas y estilos. Puede que sean nuevas, pero no necesariamente mejores.
Pero no todo es de color negro. Dada la credulidad de los empleadores, y su tendencia a sobreestimar la experiencia externa frente a la que ofrecen los trabajadores internos, es fácil encontrar un nuevo empleo. A esto se une que, dos años más tarde, se tendrá la posibilidad de obtener un ascenso y un aumento de salario reincorporándose de nuevo a la empresa de origen, a la que se vuelve para aportar los nuevos conocimientos obtenidos.
Cómo matar un león. Si se quiere ser admitido como guerrero en la tribu de los Likipia, lo primero que hay que hacer es matar un león. Aparentemente se trata de un test para medir la valentía de los aspirantes. ¿Hay alguien lo suficientemente atrevido como para matar un león en un combate a muerte y sin armas? Si lo hay, debe ser alguien bastante estúpido y un buen candidato a ser engullido por el animal.
El reto consiste en matar un león, pero nadie dice que tenga que ser arriesgando la propia vida. Lo más inteligente sería encontrar un león durmiendo plácidamente o haciendo la digestión, dispararle entonces una flecha envenenada y salir corriendo antes de que el animal herido nos devore. Hecho el trabajo, lo acertado es seguir al felino desde la distancia, esperando que el veneno mortal haga su efecto y acabe con su vida. En ese momento, hay que acercarse al león, cortarle la cola y lucir el preciado trofeo en la aldea delante de toda la tribu.
Evidentemente, este tipo de caza no es nada justo (¡pobre león, que no le dejamos defenderse!). Pero nadie ha dicho que tuviera que ser justo. Como en cualquier batalla empresarial, la pelea entre competidores no tiene por qué ser de igual a igual. La diferenciación y la ventaja competitiva son expresiones de un antiguo lenguaje de personas cándidas que creen en las guerras libradas bajo unos rectos principios. El futuro pertenece a la gente de negocios que lucha guiada por sus propias reglas. Esta es la lección que David aprendió en su combate frente a Goliat, y ha sido entendida por los modernos insurgentes y terroristas que utilizan armas convencionales pero manejándolas según sus propias normas.
El test del sentido del humor. Pasar un examen de sentido del humor debería ser obligatorio para todos los gestores. El test tiene lugar en esos momentos en que los desastres se van acumulando un día tras otro. Hay veces en que parece que el mundo se hunde y que la hecatombe es imparable. En ese punto da comienzo el examen. Si en esas circunstancias el responsable de turno es capaz de serenarse y contemplar la pesadilla con perspectiva, ha superado el reto. Si se pierde el norte, si la desesperación hace mella en el directivo y se entra en una espiral destructiva, ha suspendido. Lograr la suficiente perspectiva y tener un fino sentido de lo absurdo de la vida ayudan a disminuir la tensión.
La próxima ocasión en que ocurra algo inaudito habrá que decirse: “Me parece que esto es de nuevo el famoso test del sentido del humor”. Simplemente con pensarlo se incrementan las posibilidades de ganar en ángulo de visión y seguir adelante. Por supuesto, una vez que se llega a esa conclusión, se puede optar por dejarse caer en el abatimiento y no superar la prueba.
A pesar de las evidencias que demuestran lo contrario, la mayoría de la gente cree que el management no es algo divertido. Los gestores senior, de hecho, opinan que no es en absoluto nada divertido. Lo único que se les ocurre es que los becarios salen después del trabajo a beber, a emborracharse, a reírse de sus jefes y, en definitiva, a pasárselo en grande, mientras que ellos deben comportarse como gente seria y mantener las apariencias.
La falta de sentido del humor es una verdadera lástima. El extraño y absurdo mundo del management merece respeto, perspectiva y humor si queremos que sea valorado en su verdadera y justa medida.
La inflación de información: regreso al futuro. En la Edad Media, cada palabra era como una piedra preciosa. Detrás de ella solía estar la mano prodigiosa de un monje que la había trazado primorosamente sobre un pergamino. Había muy pocos libros y los que existían eran un tesoro. La información era valorada y cuidada. Para muchos, las palabras iban mucho más allá de ellos mismos: las imágenes en los muros de las iglesias eran usadas para desenmarañar los misterios de la fe.
Con la llegada de la imprenta, y más adelante la fotocopiadora, el e-mail y la informática, hemos pasado de un déficit de información a una brutal saturación. Y el ritmo de esa saturación se acelera continuamente. Los anuncios televisivos de los años 60 nos parecen hoy auténticas películas. Podían durar entre 60 y 90 segundos. Hoy en día, 30 segundos constituye ya un lujo, 20 es lo más habitual y 10 está empezando a convertirse en la tendencia imperante.
La saturación de información acarrea severas consecuencias. Su valor disminuye a medida que su volumen aumenta. Encontrar la información de calidad es cada vez más difícil, casi tanto como hallar una aguja en un pajar. El tiempo dedicado a prestar atención se reduce: escuchamos un mensaje brevemente antes de despistarnos con el siguiente. La información solamente es fiable en la medida en que podamos fiarnos de quien la suministra.
Por la forma en que utilizamos las palabras y las imágenes, estamos regresando al periodo medieval. Ahora queremos menos palabras. De hecho, lo ideal sería ni tan siquiera una palabra, sino meras imágenes que resuman el mensaje. Todo esto tiene sus consecuencias en la labor de los gestores:
- Hay que escribir poco y utilizar imágenes.
- Hay que construir la credibilidad del mensaje a través del mensajero. En el ámbito individual, la persona es la que comunica. A escala empresarial, lo es la marca. El mensaje da soporte a la marca y viceversa.
- Hay que ser conciso en el mensaje, pues en el mundo de la información, un mensaje sobrecargado tarda demasiado tiempo en llegar a su destinatario. Esto tiene validez tanto para las marcas, como para una comunicación interna a los empleados o el modo en que un individuo se presenta a los demás.
Matando ideas. Muchos gestores atesoran un talento especial para matar las ideas de la gente. Curiosamente, son estos mismos directivos los que se quejan permanentemente de la carencia de innovación y nuevas ideas en el seno de la empresa.
Reaccionar con hostilidad frente a las nuevas ideas es un comportamiento típicamente humano, por lo siguiente:
- Entrañan riesgos (es posible que no funcionen).
- Son un desafío hacia la manera habitual de hacer las cosas (implicando una crítica directa para los que las han venido haciendo así).
- Si la idea triunfa, supondrá una sobrecarga de trabajo al tener que implementarla y, además, creará expectativas desmedidas a los que tengan que ponerla en marcha.
- El que no ha propuesto la idea pierde su parcela de poder.
Naturalmente, el rechazo nunca va de frente, sino que aparece bajo la forma de preguntas indirectas. Cuando en una reunión se pone sobre la mesa una idea original, siempre hay alguien que lanza un misil bajo una frase como “Sí, pero...” o “Creo que es una brillante idea, pero...”. Lo que aparece antes de “pero” son tonterías. El mensaje real (y envenenado) viene después.
Una vez disparado el torpedo asesino, todos los demás asistentes a la reunión se unen al esfuerzo destructor. Cuanto más letal sea el efecto, más inteligente parece el que disparó primero. Al finalizar la reunión se han conseguido tres resultados:
- Se ha hundido la fugaz idea.
- Se ha desmoralizado al que la propuso.
- Todos lo asistentes han aprendido que plantear inesperadas ocurrencias es un movimiento capaz de limitar la carrera profesional.
Está claro que estos resultados no son sanos. Para salvar las ideas acertadas se pueden seguir dos vías:
- Realizar una preventa de la propuesta antes de comenzar la reunión, para que en el momento del debate se haya generado un núcleo de apoyo a la misma.
- Forzar a los asistentes a centrarse en los beneficios de la iniciativa antes de enfrascarse en discusiones acerca de los inconvenientes. Todos sabemos que lograr que la gente piense en clave positiva es algo antinatural, pero si las bondades de lo que se plantea son sólidas puede que merezca la pena asumir los riesgos.
Gestión del conocimiento. La gestión del conocimiento debería ser algo trascendental para toda empresa. La realidad es que se ha convertido en una moda que intenta conseguir objetivos erróneos a través de vías equivocadas.
Las empresas de los países occidentales asumen que el conocimiento es algo explícito. Se piensa que cualquier conocimiento se puede registrar o guardar para poder ser replicado a posteriori estudiando un manual. Por el contrario, en Japón y otros países asiáticos se tiene el convencimiento de que el verdadero conocimiento es tácito, ya que lo relevante no es qué hace la gente, sino cómo lo hace. Este tipo de sabiduría es más difícil de archivar y no se puede reproducir tras simplemente leer un texto.
En Asia, el aprendizaje adopta el modelo del aprendiz frente a las formalidades académicas convencionales. Lo curioso es que los directivos occidentales son conscientes del valor del conocimiento tácito. Cuando alguien quiere aprender a utilizar un nuevo programa informático o quiere saber por qué un vendedor progresa más que el resto, no recurre al manual de la empresa, sino que intenta que se lo expliquen personalmente.
La labor de un buen gerente debe ser crear y fortalecer de forma continua y persistente las redes internas de contacto entre los empleados. Todo el mundo valora más aprender de la mano de una persona que domina un área concreta del conocimiento. Además, el que posee el conocimiento siente aumentada su vanidad al ser reconocido como un experto, con lo que estará predispuesto a compartir su sabiduría. Todos ganan, el esfuerzo es relativamente pequeño (comparado con redactar innumerables manuales o construir costosos sistemas informáticos de gestión del conocimiento) y los resultados son directos.
La utilidad de una tableta de chocolate. Los niños adoran el chocolate. Si les damos una tableta la devorarán con delectación. Si a continuación les ofrecemos una más, la comerán si sienten hambre. A la tercera, solo los más glotones seguirán mirándonos con cariño. A la cuarta o la quinta oferta seguramente saldrán corriendo despavoridos. La utilidad o valor percibido de una tableta de chocolate disminuye en la medida en que aumenta la cantidad disponible. Si queremos que un niño valore el chocolate, lo mejor es mantenerlo con hambre.
Los responsables empresariales olvidan con demasiada frecuencia la lección de la tableta de chocolate. Intentan comprar la adhesión y el compromiso de los demás entregándoles demasiado y con excesiva antelación. No se esfuerzan en provocar que el otro se sienta hambriento y se gane su recompensa.
Los tres mitos del management. Los responsables de la gestión de una empresa son víctimas de tres supersticiones. Todos están convencidos de que:
- Saben dónde están.
- Saben adónde van.
- Saben cómo llegar.
Saben dónde están. Este es el mayor de los tres mitos. Por supuesto, sería un pecado mortal para cualquier gestor reconocer que no sabe dónde se encuentra. Y en el esfuerzo por tratar de encontrar realmente donde se está, la mayoría se enfrasca en la tarea de recopilar sin tregua información acerca de cada rincón de la empresa. Pero nunca se está satisfecho porque nunca se llega a saber lo suficiente.
Los gestores deberían darse cuenta de que la búsqueda permanente de información es una trampa: consume demasiado tiempo y no consiste en otra cosa más que en buscar datos y apilar informes. La solución estriba en no preocuparse. Hay que centrarse en los dos o tres puntos que son determinantes, aquellos que uno mismo puede controlar y que pueden marcar la diferencia.
Saben adónde van. Hay un test muy simple para desmontar esta creencia: indagar en el último plan quinquenal de que se disponga para comprobar lo acertada que fue su redacción. El mundo está lleno de ejemplos de pronósticos que nunca llegaron a cumplirse. Puesto que no podemos controlar cada aspecto del entorno que nos rodea, no somos dueños de nuestro destino. Aquí de nuevo la solución radica en fijarse pocos objetivos y centrarse en las acciones clave que nos pueden llevar a conseguirlos.
Saben cómo llegar. Si realmente no sabemos dónde estamos ni adónde vamos a ir, es poco probable que sepamos cómo llegar. Pero el mito del management de que se tiene un control absoluto de la situación exige que se conozcan los medios para llegar. Creer ciegamente en este mito llega a ser desastroso cuando los responsables de la gestión caen en el error de implantar constantemente la última moda empresarial del momento. Esta predisposición a dejarse llevar por las modas es el síntoma de que realmente no se tiene claro el camino que hay que recorrer, porque en muchos casos las modas solo sirven para solucionar problemas irrelevantes.
Para sostener la salud del negocio, estos tres mitos tienen que mantenerse en cierta medida. Cualquier director general estaría en la cuerda floja si reconociera ante los accionistas que no sabe dónde está, que no tiene idea de adónde dirigirse ni de cómo ponerse en marcha. La gente necesita seguridad, pero el peligro aparece cuando los responsables empresariales comienzan a creerse al 100 % sus propios mitos. Un escepticismo saludable frente a estas creencias ayudará a los managers a centrarse en aquellos aspectos que sí pueden controlar, a ser flexibles en la implantación de planes de futuro y a no caer en las fórmulas mágicas del primer “hechicero” que pase por la oficina.