Aunque nos parezca que tenemos mucha variedad para elegir, en realidad tenemos menos opciones cualitativas distintas de las que pensamos. Esto hace que elegir sea para nosotros algo bastante complicado porque nos esforzamos mucho en intentar distinguir entre una profusión de opciones sin motivo, y no podemos evitar preguntarnos si nos están tomando el pelo. Nos metemos en Internet, miramos las noticias, cualquier cosa que nos ayude a ver claro entre las exageraciones publicitarias, para poder tomar decisiones informadas. Pero hasta la fuente menos sesgada es incapaz de prometer que, mañana, un nuevo dato no hará cambiar las recomendaciones, de modo que, cuanta más información buscamos, más confundidos acabamos.
Nadie tiene ganas de agonizar ante cualquier pequeña decisión y nadie debería tener que hacerlo; pero, si la elección está relacionada con la libertad y el ejercicio del control, quizá nos traicionemos a nosotros mismos fingiendo que, como consumidores, hacemos elecciones con sentido.
Pongamos por caso las dos marcas más emblemáticas de refrescos en el mundo, Coca-Cola y Pepsi. Una Pepsi o una Coca-Cola tienen un sabor casi idéntico. Ambas marcas tienen algunas diferencias (la Pepsi es un poco más dulce), pero se ha demostrado con muchas catas a ciegas que estas diferencias son insignificantes. Más bien, se puede decir que preferimos Coca-Cola porque nuestros cerebros son adictos a su logotipo. Desde su invención en 1885, la Coca-Cola se ha incrustado, a través de una utilización agresiva y a menudo ingeniosa de la publicidad, en las mentes de los consumidores y en la cultura norteamericana. Coca-Cola fue una de las primeras compañías en darse cuenta de que la imagen es todavía más importante que el producto. A lo largo del siglo pasado, la empresa ha invertido miles de millones de dólares en colocar su omnipresente marca, la famosa lata de un tono tan concreto de rojo, en anuncios de televisión, revistas y, en especial, en las películas de Hollywood. La consecuencia de estar expuestos de manera constante a estos mensajes es que, cuando vemos el logotipo en una lata de Coca-Cola, nos sentimos bien, y estas emociones positivas potencian el sabor del refresco.
Nuestra mente opera simultáneamente en dos niveles: uno consciente y reflexivo, y el otro inconsciente y automático. Para nuestro sistema reflexivo es fácil quedar saturado de información, pero el sistema automático, al ser más sencillo, tiene un "ancho de banda" mucho mayor. Así, de manera inconsciente, podemos registrar información sin reconocerla inconscientemente. En tales situaciones, el sistema automático registra la información perdida, la interpreta y actúa sobre sus conclusiones enviando emociones o presentimientos al sistema reflexivo. Podemos tener lagunas en nuestra percepción consciente del mundo, pero nuestras decisiones siguen estando fuertemente influidas por nuestro inconsciente.
Las influencias subconscientes pueden invadir todos los aspectos de nuestra conducta, buena parte de la cual es automática en cuanto está guiada por elementos habituales de nuestro entorno, sin mediación de la elección consciente o de la reflexión. Como un iceberg del que una mínima parte asoma por encima del agua, nuestra conciencia representa solo una pequeña parte de nuestra mente. Sin una intervención consciente, las fuerzas externas pueden influir con impunidad en nuestras elecciones.
La manera en la que nuestra mente organiza la información almacenada no es cronológica, ni alfabética, ni sigue el sistema decimal de Dewey, sino más bien lo hace según su red de asociaciones con otras informaciones. Como consecuencia, estar expuestos a una información concreta nos facilita recordar información relacionada. Las asociaciones llegan sin avisar —o inadvertidas por la conciencia— como respuesta a alguna experiencia vivida. Lo que activa estas asociaciones automáticas se conoce como "cebo" y su efecto sobre nuestros estados mentales y elecciones posteriores es el priming. Sentir una tensión en la mandíbula al imaginarnos mordiendo un limón o disfrutar más del sabor de la Coca-Cola después de haber visto la lata, es el efecto priming.
Ninguna publicidad u otra influencia sobre lo que elegimos sería la mitad de eficaz si no fuera por el efecto priming. Comprar un producto que también lleva un famoso nos hace sentir glamurosos por asociación. El priming es la buena razón por la que en todos los anuncios creados salen personas excepcionalmente bellas: estamos inclinados a creer que si la gente guapa utiliza tal dentífrico por televisión, cuando nosotros lo usemos en la vida real tal vez se nos contagie parte de su belleza. Nuestro sistema automático, como un Google mental, saca una lista de lo que está más asociado a una idea, ya sea esta relación entre ambos elementos relevante para nuestras necesidades o no. Y como ocurre con Google, los publicistas se han vuelto adictos a aprovechar este sistema para favorecer sus propios intereses.
El priming puede tener un efecto dominante sobre nuestro estado de ánimo, percepciones y elecciones. Los cebos que crea la asociación no son en especial fuertes, pero tampoco necesitan serlo. Dado que no somos conscientes de sus efectos, somos incapaces de compensarlos cuando tomamos decisiones de manera consciente.
Sin embargo, esto no significa que estemos a la merced de influencias que ni siquiera podemos detectar, ni que estemos liberando una batalla perdida contra unas fuerzas insidiosas que quieren alterarnos la mente. La eficacia del priming reside en su sutileza, no en su fuerza, por lo que fundamentalmente afecta nuestras decisiones marginales y no tiene el poder de empujarnos a actuar contra nuestros valores más sólidos. Un cebo puede influir sobre si tomamos Pepsi o Coca-Cola, pero el priming por sí solo nunca nos llevará a vender todas nuestras pertenencias y pasar el resto de nuestras vidas en un monasterio del Himalaya.
Tendemos a dar una respuesta negativa automática a todo aquello que parece querer controlarnos. Nos preocupa que si renunciamos a cualquier tipo de control, podríamos llegar a convertirnos en simples robots. Aunque esta preocupación no siempre es del todo infundada, en demasía podría resultar contraproducente. El problema es que tendemos a poner nuestra libertad de elección en un pedestal tan alto que esperamos poder doblegarlo todo a nuestra voluntad. Nos resultaría más práctico separar las influencias que chocan de frente contra nuestros valores de las que son, básicamente, inofensivas. Entonces podríamos examinar de manera consciente nuestro proceso de razonamiento para combatir algunos de los efectos encubiertos de las influencias negativas. Centrándonos en las cosas que de verdad nos importan, evitamos darles importancia a decisiones que no son fundamentales. La energía que así nos ahorramos podemos canalizarla hacia nuestro sistema reflexivo, que necesita operar a su máximo nivel.