Tim Roupell, Fundador de Daily Bread. Junto al ordenador de Tim Roupell hay un cartel que dice: “Para evitar marearte mira al horizonte”. Confiesa que lo ha leído cientos de veces desde que dejó su trabajo como broker en la City de Londres para emprender un negocio de sándwiches. “La idea es que, en lugar de preocuparte por cosas sin importancia, hay que mirar allí donde quieres dirigirte y no dejar que nada se interponga en tu camino”.
Después de trabajar durante 10 años como broker de materias primas, terminó por caer en la cuenta de que odiaba su trabajo y que lo que deseaba era montar algo por sí mismo. Su principal escollo consistía en que no tenía experiencia en ningún otro sector aparte del de los mercados bursátiles. Sin embargo, se dio cuenta de algo tan sencillo como que era muy difícil encontrar un buen sándwich cerca de donde trabajaba, en Victoria, y pensó que sería una buena idea hacer sándwiches de calidad y venderlos en las oficinas (allí donde él pensaba que estaba el negocio). Dejó su trabajo e invirtió 1500 dólares en una máquina cortadora y en un par de canastas, y pidió a un amigo, dueño de una tienda de delicatessen, que le dejara trabajar en el sótano de su local.
“A la mañana siguiente de disponer del local me levanté (literalmente) a las 4:30 de la mañana y empecé a elaborar los sándwiches que unas horas más tarde vendería por las oficinas. Fue impactante. Los colegas con los que antes estaba en contacto pensaron que me había vuelto realmente loco”. Pero el primer día vendió 35 sándwiches. Había nacido Daily Bread.
Tras el primer año, Roupell contrató a cinco personas a tiempo completo (después de haber atravesado numerosas dificultades logísticas al trabajar sólo con personal a tiempo parcial). Pero en 1996, diez años después de que empezara su aventura, llegó la crisis. Daily Bread perdió a dos de sus clientes más importantes, las ventas cayeron en picado y, por primera vez, el negocio empezó a perder dinero.
Fue un duro examen para su teoría de mirar al horizonte. “Estuve realmente cerca de arrojar la toalla. Me había costado mucho trabajo llegar a donde estaba, pero tenía 40 años, tres niños a los que cuidar y sabía que nunca podría volver a trabajar para otra persona. Pensé que todo había terminado”.
Lo salvó del precipicio un pedido llegado en el último minuto procedente de una importante empresa de catering. Según reconoce Roupell, “fue un punto de inflexión. Gracias a ese pedido nos dimos cuenta de que el negocio residía en vender sándwiches a los mayoristas. El margen era mucho menor, pero servir pedidos de 300 sándwiches era mucho más sencillo que ir distribuyendo 15 por aquí o 20 por allá”.
Aquel encargo llevó a otros y poco a poco fue abandonando la distribución a pequeña escala. Hoy en día Daily Bread vende 40.000 sándwiches diarios y recientemente ha sido nombrado proveedor oficial del Palacio Real. Roupell no alberga ninguna duda de cuál es el secreto de su éxito: “Hay quien dice que los dos mayores motores de los negocios son el miedo y la avaricia. En mi caso me quedo con el miedo. A nadie le gusta perder y siempre hay una línea muy tenue entre el éxito y el fracaso. Tienes que tener cuidado para no conformarte con lo que tienes”.
Jane Packer, Fundadora de Jane Packer Flowers. Cuando un lunes por la mañana, Jane Packer recibió una llamada en la que le preguntaban si podía dejar todo lo que tuviera entre manos para atender a una persona que quería hablar sobre las flores que necesitaba para su boda, estuvo a punto de contestar negativamente. Había trabajado duramente todo el fin de semana y se sentía realmente cansada. Sin embargo, la persona que hacía la llamada insistía y resultó que el cliente final era nada menos que la Duquesa de York.
Packer comenzó a interesarse por las flores mientras todavía era estudiante, trabajando los sábados en una floristería cercana a su casa de Grays (Essex). “Comenzó como una forma de ganar algo de dinero, pero tan pronto como empecé a trabajar me quedé prendada de este mundo”.
Después de terminar sus estudios decidió trabajar en la floristería a jornada completa, pero no fue hasta que comenzó un curso de floristería en Londres cuando se dio cuenta de lo creativo que puede ser este sector. “En el curso descubrí la gran variedad de flores que existían. En la floristería para la que trabajaba la gente solamente compraba flores para una boda o un funeral, pero existe todo un mundo más allá de los crisantemos”.
Decidió mudarse a Londres y comenzó a trabajar en la floristería de un hotel. A los dos años decidió montar un negocio por su cuenta y para ello alquiló un antiguo café en el West End. Sin embargo, el trabajo resultó más difícil de lo que imaginaba. “Era demasiado ingenua. Pronto me di cuenta de que la única manera de pagar el alquiler del local era trabajar durante siete días a la semana, estar en el mercado de flores a las cinco de la madrugada y regresar al taller para trabajar hasta bien entrada la noche. Durante los primeros cinco años, a duras penas pude poner un pie fuera de mi tienda”.
Disponer de un local propio le dio a Packer la posibilidad de desarrollar un estilo personal. “Desterré de mi tienda los claveles y los crisantemos y compraba todas las flores silvestres que podía encontrar en el mercado mayorista. Solía comprarle girasoles a un granjero y salía al campo a recolectar flores salvajes. Siempre he pensado que una flor bonita en el recipiente adecuado dice mucho más que un ramo compuesto de cien flores”.
Muy pronto su toque original encontró repercusión en los medios. Muchas revistas del sector acudían a su tienda en busca de inspiración y pronto le pidieron que escribiera un libro sobre la materia. El éxito que cosechó hizo que mucha gente buscara aprender sus métodos y, en 1990, abrió una escuela de floristería. El éxito de esta fue tan arrollador que recibió una propuesta para abrir una sucursal en Japón. Al poco tiempo, llegó a abrir otra en Corea.
Sin embargo, no todo resultó un camino de rosas. Estuvo a punto de perderlo todo cuando dos de sus clientes más importantes fueron a la bancarrota y le dejaron sin pagar importantes sumas de dinero. Afortunadamente, la empresa logró salir a flote y en la actualidad tiene nueve sucursales repartidas en Japón, Corea, Nueva York y el Reino Unido. Cuenta con clientes de renombre internacional, como los restaurantes Gornon Ramsay o el diseñador John Galliano, y su cifra de negocio de aproxima a los trece millones de dólares.
Packer, que en la actualidad tiene 45 años, cree que su éxito se debe a su visión optimista de la vida. “Siempre soy positiva. Nunca me paro a pensar si algo podrá llevarse adelante o no. Siempre pienso que puedo hacerlo y que resultará un éxito”.
Rory Byrne, Fundador de Powder Byrne. La intensa relación de Rory Byrne con el deporte del esquí se remonta a cuando él contaba cuatro años y su padre lo llevaba, a él y a sus ocho hermanos, a esquiar a Grindelwald, Suiza. Todos los inviernos volvían al mismo lugar y conforme Byrne iba creciendo, empezó a hacer buenas amistades con las gentes del lugar. Mientras estudiaba en la universidad, conseguía ganar dinero durante sus vacaciones trabajando como monitor de esquí en las nevadas montañas de Grindelwald.
Al terminar sus estudios universitarios, Rory empezó a trabajar para una empresa bursátil en Londres. Pero según comenta él mismo, “sabía que no podría llevar un traje durante el resto de mi vida. Además no me gusta ser parte de una jerarquía. Mi trabajo era como volver todos los días a la escuela.” Decidió que quería trabajar para sí mismo y, como lo único que sabía hacer realmente bien era esquiar, montó un negocio de “vacaciones blancas”.
Durante la temporada invernal de 1985-86 alquiló tres casas en Grindelwald, diseñó un folleto con ayuda del departamento de producción de la empresa para la que trabajaba y, finalmente, dejó su trabajo como corredor de bolsa. Como único capital para comenzar disponía de 30.000 dólares (10.000 los obtuvo vendiendo su automóvil y el resto lo pidió prestado a su madre); los primeros clientes los obtuvo llamando a todos sus conocidos. Llamó a su nueva empresa Powder Byrne porque su pretensión era enseñar a sus clientes a esquiar fuera de pista, lo que se conoce como powder skiing.
En unos pocos meses, completó las 178 noches que podía ofrecer en las casas que había alquilado. Al terminar la temporada de esquí volvió a Inglaterra con la determinación de transformar su primer éxito en una empresa con futuro. A través de un amigo contactó con el empresario Lord Harris, que había destinado un fondo de dos millones de dólares para ser invertidos en proyectos empresariales de nueva creación, y logró ser seleccionado.
El fondo se reservó la opción de compra del 25 % de la empresa de Byrne por 13.000 dólares y, lo que era más importante, dos directivos del fondo tutelaron a Byrne en todo momento. Según comenta, “eran fantásticos. Uno de ellos era un gurú de las finanzas y el otro, un gran especialista en marketing. Sus consejos resultaron fundamentales”.
La compañía comenzó a crecer rápidamente y alquiló diez viviendas para la temporada siguiente. En 1989, Byrne tomó la decisión de abandonar el alquiler de casas en Grindelwald y empezó a trabajar con hoteles de cinco estrellas, instalando en cada uno de ellos a personal de su empresa. “Fue una decisión arriesgada, pero sin duda, lo más acertado que pude hacer”. Fue también en ese momento cuando se percató de la gran demanda que existía para enseñar a los niños a esquiar, y montó una escuela especializada. Hoy en día pasan por allí más de mil niños al año.
Byrne achaca gran parte del éxito de su aventura empresarial a su cuidado por los detalles. “Siempre estoy buscando la forma de hacer las cosas mejor. Soy un perfeccionista. Los más pequeños detalles que pueden pasar desapercibidos para el resto, son importantes para mí”.
Powder Byrne ofrece hoy en día vacaciones en la nieve en nueve resorts diferentes en Suiza y en Francia. Cuenta con más de 7.000 clientes anuales, de los que el 85 % repiten la experiencia o han venido recomendados por otros clientes. La empresa también opera durante la temporada de verano en nueve complejos turísticos en el Mediterráneo. Byrne tiene 43 años y vive de forma permanente en Grindelwald junto a sus cuatro hijos. Sigue poseyendo el 100 % del capital de su negocio, aunque no se siente dueño del mismo. “Nunca he sentido que Powder Byrne fuera mío. Desde el primer día la única forma de irse a dormir era pensar que la empresa era de otro. Si no hubiera adoptado esta óptica, me hubiera sido difícil desconectar del trabajo. Y, sin lugar a dudas, esa es la mejor actitud que puede tener un empresario”.
Ted Smart, Fundador de The Book People. El primer trabajo de Ted Smart consistía en analizar comida para perros en Spillers, una empresa de comida para animales. Pero no le fue bien. Según Ted, “el primer día tuve que abrir seis latas de comida para perros y olerla. Las tiré a la basura y dimití de inmediato”.
Después de pasar por otra serie de trabajos de menor entidad, acabó como inspector de policía en Hong Kong. Allí comenzó a fotografiar la ciudad en sus ratos libres y, más adelante, se decidió a publicar sus fotografías en formato de libro. Dado que no disponía del dinero suficiente para ello, convenció a una imprenta para que le permitiera pagarle los libros una vez que se hubieran vendido. Al mismo tiempo, organizó una exposición de sus fotografías y consiguió que se exhibieran también en Londres, donde fueron presentadas por el célebre fotógrafo Lord Snowdon. Según Smart, “pensé que lo había conseguido; realmente allí empezó mi vida”.
En 1967, Smart resultó gravemente herido durante los altercados de la Revolución Cultural y tuvo que pasar seis meses en un hospital. Más tarde llegó a saber que su madre pensaba que había muerto tras leer la noticia (afortunadamente equivocada) en un periódico. Cuando se recuperó, volvió a Gran Bretaña, donde intentó de nuevo probar suerte publicando un libro de fotografías de varios artistas londinenses. Imprimió directamente los libros, sin pasar por ninguna editorial (“no quería que otra persona decidiera sobre si publicar mi libro o no”) y los almacenó en el garaje de su casa. Varias veces al día se acercaba a las librerías de Londres para tratar de vender los ejemplares.
La venta no obtuvo malos resultados, pero a los dos años se cansó de ir de librería en librería y en 1969, junto con un amigo, fundó una editorial especializada en libros de fotografía. El primer éxito llegó en 1981 con la publicación de un libro sobre la boda de la Princesa Diana de Gales, del que se vendieron más de un millón de copias en todo el mundo.
Entre 1969 y 1988 la empresa publicó más de 600 libros. Sin embargo, por ser una editorial pequeña tenían dificultades para colocar sus publicaciones en las tiendas. Un buen día, Ted envió a uno de sus colaboradores a vender libros a la gente que trabajaba en las oficinas de Guildford High Street. Fue tal el éxito de esta iniciativa que, en 1988, decidió fundar con su socio una nueva empresa basada completamente en el concepto de vender libros a las personas que nunca visitaban una librería. La llamó The Book People. Rápidamente organizó un equipo de ejecutivos de ventas, que visitaban las oficinas y fábricas dejando una selección de libros para volver a la semana siguiente y recoger los pedidos. “Fue una idea controvertida porque, por aquellos días, los libros solamente se vendían en librerías. Pero nosotros queríamos llegar directamente al público”, señala Ted. La idea se convirtió en todo un éxito.
Sin embargo, no todas las decisiones que tomó Ted Smart fueron acertadas. Después de unos años, vendió la empresa a una compañía norteamericana a cambio de un salario de un millón de dólares anuales y un 6 por ciento de los ingresos brutos. Al cabo de doce meses se dio cuenta del error que había cometido y recompró su propia empresa por tres millones de dólares. En palabras de Ted, “no podía soportar que otras personas me dijeran lo que tenía que hacer en cada momento”.
En el año 2003 vendió un 15 por ciento de la empresa a la editorial Scholastic por 27 millones de dólares. En la actualidad, The Book People vende 15 millones de libros al año en el Reino Unido. Tiene más de dos millones y medio de clientes y una facturación cercana a los 125 millones de dólares. Ted, que tiene ahora 62 años, comenta: “Todo el mundo puede hacer lo que quiera si se lo propone. Todo lo que se necesita es creer en tus propias posibilidades. Cuando se empieza algo nuevo hay momentos en que todo va fabulosamente bien y otros en que parece que todo se hunde. Lo importante es continuar”.
Heather Gilchrist, Fundadora de Happitots. Para la mayoría de los emprendedores, la parte más difícil a la hora de montar un negocio es encontrar la financiación necesaria. Sin embargo, lo que más dolores de cabeza le proporcionó a Heather Gilchrist cuando abrió su cadena de guarderías para niños fue tener que tratar con los empleados. “Cuando comencé, pensaba ingenuamente que si era agradable con la gente y los trataba realmente bien, estarían contentos. En los primeros días, si alguien se marchaba porque no le gustaba el trabajo o porque no estaba contento, me lo tomaba de forma personal y me molestaba infinitamente. Pero pronto aprendí que no puedes hacer feliz a todo el mundo todo el tiempo”.
La idea de abrir una guardería le vino cuando dio a luz a su hijo Thomas. Empezó a buscar una guardería para su hijo en Edimburgo, donde residía, pero pronto se dio cuenta de la escasez de plazas y de la poca calidad del servicio prestado. “Había una gran demanda de guarderías de calidad y sabía que podía hacerlo mejor que cualquiera de las que había visto. Así que me informé de los requisitos para abrir una y me puse manos a la obra”.
Sin embargo, las dificultades no tardaron en presentarse. Compró un mapa de Edimburgo y señaló en él cada una de las guarderías existentes. Después habló con varios agentes inmobiliarios para encontrar un local en las zonas donde no había competencia. Pero no le tomaron en serio. “Fue horrible. Yo sabía exactamente las dimensiones del local que necesitaba, pero nadie confiaba en que mi proyecto tuviera éxito y no querían arriesgarse a alquilarme nada”. Finalmente, gracias a un amigo, supo de un local vacío perteneciente a una antigua iglesia y se hizo con él. Seis meses más tarde consiguió abrir su primera guardería.
Al principio resultó un trabajo arduo. Tenía tan poco dinero que no podía permitirse comprar una lavadora o una secadora para la guardería. Así que todas las noches tenía que llevarse a casa la ropa sucia para tenerla lista a la mañana siguiente. Afortunadamente, Gilchrist estaba acostumbrada a los grandes retos. Después de terminar sus estudios de enfermería, había viajado a Papúa Nueva Guinea para colaborar con la Cruz Roja. Después de aquello estuvo trabajando en Australia con enfermos de SIDA. Por lo tanto, el trabajo duro no representaba un obstáculo para ella.
La primera guardería fue un éxito y dos años más tarde abrió otra más en Glasgow. Gilchrist posee ahora una cadena de doce guarderías Happitots (ese es el nombre que eligió para ellas) distribuidas por toda Escocia. Cuidan en total a más de 2000 niños al año y el negocio se amplió todavía más al abrir una escuela de formación especializada para el personal. En 2004, la cifra de negocio de toda la empresa superó los 7 millones de dólares.
Gilchrist, que tiene ahora 42 años, afirma haberse movido siempre por su deseo de mostrar a los demás que podía cumplir su sueño. “Quería demostrarme a mí misma y a mi familia que podía hacerlo. Al principio resultó complicado porque la gente no me tomaba en serio, pero hoy en día es curioso que los agentes inmobiliarios vengan a ofrecerme los locales que están libres por si me interesa ampliar la cadena. Por eso, cuando alguien me pide un consejo sobre si montar un negocio o no, siempre digo: ¡Adelante!”.
Jill Barker, Fundadora de Green Baby. Jill Barker abrió su primera tienda Green Baby al norte de Londres y el único producto a la venta eran pañales para bebés. Hasta aquí todo parece normal, pero se daba la circunstancia de que los pañales que vendía eran lavables, algo que casi nadie utilizaba ya por aquellos días. “Todo el mundo pensaba que estaba loca. Nadie podía entender qué hacía vendiendo pañales para lavar cuando en cualquier supermercado se podían comprar los de usar y tirar. Pensaban que nadie pisaría mi tienda”.
Barker trabajaba en una compañía de bolsa de Londres cuando a sus 32 años tuvo un niño y ello transformó su visión de la vida. “Me di cuenta de que ya no disfrutaba con mi trabajo y necesitaba hacer algo distinto”. Por aquel entonces, su hijo empezó a padecer problemas de alergia relacionados con los pañales que usaba. Barker comenzó a averiguar qué es lo que contenían aquellos productos para bebés y quedó horrorizada.
Intentó comprar pañales que no contuvieran geles ni productos químicos, hasta que comprobó que era imposible encontrarlos en Gran Bretaña. A Barker se le encendió una lucecita y pensó en montar un negocio de venta de productos naturales para bebés. Comenzó a comprar pañales sin productos químicos añadidos procedentes de diversos proveedores localizados en Suecia, Alemania y Canadá: en 1999 abrió una pequeña tienda, pintándola toda de rosa para que pudiera distinguirse bien desde la calle. “Todo el mundo consideraba mi tienda tan extraña que multitud de periódicos y revistas se interesaron por mi negocio. Fue tanta la publicidad gratuita que recibí que desde el primer día la gente acudió en masa a comprar”. Había dado con un enorme nicho de mercado, de personas que, como Barker, desconfiaban de lo que contenían los productos que se vendían en los supermercados.
Al poco tiempo, Barker abrió su segunda tienda en Notting Hill, al oeste de Londres, para poder hacer frente a la demanda. En la actualidad, Green Baby vende todo tipo de elementos naturales para bebés, desde productos para la higiene hasta artículos textiles, y posee una facturación anual superior a los 12 millones de dólares. Barker, que tiene ahora 38 años, opina que el principal inconveniente de tener un negocio propio es lo difícil que le resulta apartarlo de su mente. “Echo de menos cuando trabajaba para otros y, al terminar mi jornada, me iba a casa sin preocuparme por lo que tendría que hacer al día siguiente. Pero cuando diriges tu propio negocio, siempre estás pensando en lo que harás mañana, pasado mañana,...”.
Matt Stevenson, Fundador de Reef One. Cuando Matt Stevenson contaba diez años de edad, tenía un pez llamado Jonny. Un buen día, su hermana decidió lavar las piedrecitas de la pecera nada menos que con lejía, y el pobre Jonny no logró sobrevivir. Es fácil entender que, para un niño de esa edad, se trató de un momento difícil, pero Stevenson continuó con su afición y pronto tuvo otros peces tropicales.
En la universidad estudió Diseño de productos y Marketing, y pronto descubrió que estas materias tenían más en común con su afición por los peces de lo que él imaginaba. “Lo mío no pasaba de ser un hobby, pero me di cuenta de que lo que estaba aprendiendo en las clases de ingeniería podía ayudarme a solucionar muchos de los problemas que encontraba con mis peces”.
Como proyecto de fin de carrera, Stevenson diseñó y construyó un filtro de acuario para corales. Fue en ese momento cuando reparó en el hecho de que podría existir un nuevo mercado para acuarios fáciles de mantener. Por eso, al terminar sus estudios, pasó un año analizando el mercado y sopesando qué productos podrían tener éxito. Elaboró una lista de doce de ellos y, al final, decidió desarrollar un acuario circular que bautizó como biOrb.
“Este producto era una aproximación de alta tecnología a los acuarios tradicionales, que son muy crueles con los peces porque no tienen filtros ni demasiada agua en su interior. BiOrb daba solución a este inconveniente”. A pesar de que sus amigos pensaban que estaba loco, dedicó dos meses de trabajo a preparar un prototipo en su propia casa y en 1999 lo ofreció a varios distribuidores mayoristas. La presentación dio sus frutos: uno de los distribuidores le encargó un pedido inmediato de 1000 unidades del biOrb. Rápidamente montó una sociedad con su padre como director y su madre como secretaria.
“Mi padre se acababa de jubilar y se encontraba tan aburrido que empezó a implicarse en el proyecto y, al final, estaba presente en todas las reuniones”. Desde el principio, Stevenson quiso fabricar los acuarios por sí mismo, y para ello alquiló un pequeño taller donde ensamblaba los componentes que compraba a proveedores de medio mundo. “Pienso que parte de nuestro éxito radica en que, al fabricar nosotros mismos los acuarios, aprendimos cómo hacerlo cada día mejor e innovar constantemente”.
Al primer pedido de 1000 unidades pronto le siguió otro por la misma cantidad. El distribuidor parecía estar tan convencido de la iniciativa de Stevenson que durante los nueve primeros meses compró todo lo que aquel era capaz de fabricar. En la actualidad se fabrican varias versiones del biOrb y la cifra de negocio alcanza los 7 millones de dólares, empleando a tiempo completo a 15 personas. Stevenson, que tiene en la actualidad 29 años, opina que su éxito se basa en una mezcla de determinación y de confianza en sí mismo.
Derek Beevor, Fundador de Road Tech Computer Systems. El primer contacto que Beevor tuvo con la industria del transporte fue a pequeña escala. Después de pasar tres años recorriendo el continente europeo en una caravana junto a su novia, necesitaba con urgencia de un empleo. Realizó algunas modificaciones en la caravana y comenzó a hacer portes para compañías de transporte local en Watford. Uno de sus primeros encargos consistió en trasladar el pan de las hamburguesas hasta los restaurantes de comida rápida McDonald’s. Trabajando cada hora que podía y ahorrando al máximo, logró adquirir otra furgoneta y posteriormente otra, hasta que al cabo de seis años, era dueño de una compañía de transporte integrada por una flota de quince camiones.
La compañía se mantenía con éxito, pero Beevor pasaba toda la semana conduciendo uno de los camiones y el fin de semana emitiendo facturas para enviárselas a sus clientes. “Pensaba que en el mercado existiría una máquina que hiciera este trabajo. Pero todos los softwares disponibles únicamente servían para la contabilidad”. Estaba decidido a poner fin a una burocracia que le robaba el poco tiempo libre del que disponía y, de este modo, se puso en contacto con una pequeña compañía de software para que le diseñaran un programa a medida. Cuando tuvo algo aproximadamente similar a lo que él esperaba, convenció a uno de los programadores para que se fuera a trabajar con él y así terminara de refinar el software.
El resultado fue Roadrunner, un sistema informático de reservas y facturación para empresas de transporte que automatizaba los procesos que antes había que hacer a mano. Después de utilizarlo en su empresa, Beevor vendió una copia del programa a otra compañía de transporte. Cuando una tercera empresa se puso en contacto con él para preguntarle si podría utilizarlo también, Beevor comprendió que tenía una mina entre las manos. Al cabo de unos años, el negocio de software llegó a ser más importante que la división de transporte. Por eso, en 1995 decidió vender todas las operaciones de transporte y concentrar todos sus esfuerzos en hacer crecer las ventas de Roadrunner.
La compañía emplea en la actualidad a 80 personas, tiene una facturación de 10 millones de dólares y entre sus clientes están las compañías de transporte más importantes del Reino Unido. A pesar de que Beevor acude al trabajo en helicóptero, comenta que su objetivo nunca ha sido el dinero en sí mismo. “Lo más reconfortante es saber que alguien compra tu producto, en el que has invertido mucho tiempo e ilusión, y que le va a ser de utilidad”.
Beevor estima que gran parte de su éxito se debe a que, a una edad muy temprana, se dio cuenta de que si se quiere conseguir algo en la vida, el único responsable de lograrlo es uno mismo. “Cuando dejé la escuela, mis expectativas en la vida eran nulas. Empecé a trabajar desde abajo. Siempre supe que quería hacer algo importante en la vida pero que nadie iba a estar ahí para ayudarme. Todo se puede conseguir si se pone el empeño necesario y se cree en uno mismo. Lo único que hay que hacer es seguir tu camino, no el de los demás”.
John Mudd, Fundador de The Real Crisps Company. Mudd abandonó la escuela a la edad de 15 años para trabajar como mozo de carga en un mercado de fruta y, más tarde, como repartidor en una panadería. Con 28 años comenzó a trabajar como vendedor en Smiths Crisp. “Era la primera vez que tenía un jefe que reconocía mi trabajo y que me daba una oportunidad para desarrollarme profesionalmente. Comencé como supervisor de ventas y poco después fui ascendido a gerente de ventas con coche propio”. Después de trabajar durante quince años en esta empresa, fue contratado como gerente de marketing en Bensons Crisp.
Parte de su trabajo consistía en desarrollar nuevos productos: observó que existía una buena oportunidad en el mercado tradicional de patatas fritas artesanas que se sirven en los pubs. El equipo directivo de la empresa rechazó la idea, pero Mudd estaba convencido del potencial de este producto y se decidió a montar el proyecto por su cuenta (a pesar de que ya tenía más de cincuenta años). “Mucha gente me dijo que era realmente atrevido hacer algo parecido a mi edad. Pero estaba convencido de que era un buen plan. Además, era consciente de que si dejaba Bensons (o me despedían), no iba a encontrar a mucha gente que quisiera contratarme”.
Convenció a un antiguo colega de Bensons para que se uniera a su aventura. Juntos consiguieron reunir el dinero necesario para arrendar una fábrica en Gales y comenzaron las operaciones con tres empleados. Fue una experiencia desalentadora. “El miedo empezó a invadirme cuando caí en la cuenta de que mi experiencia en marketing y como vendedor no eran suficientes para afrontar todas las responsabilidades de un director general. Mi curva de aprendizaje fue un auténtico infierno. Trabajaba siete días a la semana con jornadas de quince horas”.
Comenzó a vender sus crisps en los pubs y tiendas del sur de Gales, pero pronto comprobó que padecían un problema relacionado con la calidad del producto. Trabajaban con freidoras antiguas que dejaban el producto final excesivamente aceitoso. El problema de fondo era que no disponían de fondos suficientes para renovar la maquinaria y, si no encontraban pronto una inyección de dinero, la empresa iría a la quiebra. Mudd contactó con varios inversores potenciales y finalmente decidió vender el 80 % de la empresa a Bar and Restaurant Foods, que tenía su factoría justamente al lado de la suya.
“Fue una decisión muy triste, pero sabía que sin capital la empresa no podía crecer”. Después del acuerdo, las ventas de The Real Crisps comenzaron a aumentar gracias, entre otros, a los pedidos de grandes distribuidores como Tesco o Asda. Mudd es el actual Director de Marketing de la empresa y sigue manteniendo el 16 % del capital de la compañía, que está valorada en dos millones de dólares. Ahora tiene 59 años y está orgulloso de todo lo que ha hecho: “Cuando entro en un supermercado y veo Real Crisps, pienso que, pase lo que pase en el futuro, yo fui el que comenzó toda esta historia”.
Lizzie Vann, Fundadora de Organix. Cuando a Lizzie Vann empezó a rondarle la idea de crear una empresa que elaborara comida orgánica y saludable para niños, hizo una lista de los alimentos más nutritivos que existían y comenzó a mezclarlos hasta conseguir las recetas adecuadas. Una década después de aquellos experimentos, su empresa, Organix, vende más de 10 millones de tarros al año de comida para niños.
La primera vez que Vann se interesó por la nutrición fue cuando, siendo niña, sufrió problemas de asma y eccema y hubo de ser tratada con esteroides. “Sentía que necesitaba comprender mi enfermedad y, conforme iba estudiando la forma en que el cuerpo humano trabaja, empecé a ver que existe un nexo inequívoco entre la comida y la salud”.
“Los bebés y los niños necesitan una buena alimentación porque sus cuerpos se están desarrollando y necesitan productos que les ayuden en su crecimiento. Me decidí a crear escuela en la industria alimentaria. A ser diferente”. Al principio, Vann fue muy inocente. Creía firmemente en su idea de negocio y, dado que conocía a bastante gente en los ambientes financieros, pensó que sería fácil reunir el capital suficiente para comenzar. Pero se equivocó. Después de tratar de convencer a docenas de inversores y bancos de negocios, se vio forzada a reducir sus ambiciones de principiante. De hecho, hasta los proveedores desconfiaban de ella. “Visité a muchos proveedores que me preguntaban: “¿quién eres tú?”, “¿has trabajado antes en esto?”, y cosas semejantes. Se trataba de un problema de credibilidad”.
Las circunstancias empezaron a cambiar cuando presentó sus productos en una feria sectorial en Torquay. “La comida para niños tiene muy mala reputación y con frecuencia se acusa a los fabricantes de adulterarla. Por eso, pocos de ellos exponen sus productos al público en las ferias, por temor a las preguntas comprometedoras. Sin embargo, nosotros dispusimos nuestros productos de forma que la gente pudiera probarlos. Además, los colores eran muy llamativos, porque todo estaba elaborado a base de zanahorias o espinacas o arándanos. La gente los probaba y afirmaba que eran magníficos”.
Los pedidos de los supermercados no tardaron en llegar. Organix produce hoy en día más de 50 variedades de alimentos para niños de hasta 10 años y las ventas se aproximan a los 30 millones de dólares. Vann es en la actualidad una activista de todo lo relacionado con el sector de la alimentación. “Creo en el poder de la gente. Pienso que podemos cambiar el mundo mostrando que las cosas se pueden hacer de forma diferente. Y hay que hacer ruido y gritar para que se nos oiga”. Opina que su visión de la vida ha estado siempre dirigida por una combinación de energía, pasión y optimismo. “Si tengo una hora libre, pienso que puedo hacer diez cosas distintas. Siempre estoy buscando soluciones”.
Luis Alejandro Agudelo
Me ha parecido fascinante la conclusión del libro. queda claro que, con la variedad de experiencias que han explicado y que ya conocemos, no hay hojas de ruta ni fórmulas para resolver problemas. Lo único que lo va a hacer es mantener la actitud correcta , ser responsable y nunca parar de aprender.
Martin Estanislao Dasso
Los frikis nos comemos el mundo