El 1 de septiembre de 1939 a las 4.45, Hitler invadía Polonia y daba comienzo a la II Guerra Mundial. A los dirigentes polacos el ataque no les sorprendió, su Estado Mayor conocía desde hacía meses que Alemania se preparaba para invadirlos.
Sabían perfectamente que Alemania era más fuerte, pero también que su situación no era totalmente desesperada, pues contaban con el apoyo de dos socios importantes, Gran Bretaña y Francia. En 1939, ambos países eran potencias planetarias con inmensos imperios coloniales.
Se trataba simplemente de resistir frente a los alemanes hasta que Francia y Gran Bretaña pudieran atacar a Alemania desde el oeste.
La defensa de Polonia podía seguir dos estrategias. La primera consistía en defender los 1800 kilómetros de frontera, protegiendo así las industrias, comunicaciones y grandes centros de población, pero que suponía correr el riesgo de que los ejércitos estuvieran rodeados.
La segunda pasaba por resistir empleando el curso de los grandes ríos del país y hacerse fuerte en estas zonas esperando la ayuda francobritánica. Su desventaja: los polacos perderían la mayor parte de sus zonas industriales y algunos grandes núcleos de población, aunque, a cambio, podrían alargar el combate por más tiempo.
Los polacos optaron por la primera: defenderlo todo. Y, como la empresa nacional que se empeña en mantenerse sin renunciar a nada ante la llegada de una multinacional de gran envergadura, Polonia se encaminó hacia el desastre.
La actitud de sus socios, Francia y Gran Bretaña, tampoco ayudó a los polacos a decidirse por la estrategia adecuada. Los gobiernos de ambas potencias dieron al alto mando polaco una falsa confianza basada en su capacidad de respuesta, más apoyada en estimaciones sobre el papel que en una visión ajustada a la situación. Su falta de compromiso se tradujo en una movilización tardía que dejó en muy mala posición a Polonia.
Esta situación nos deja una valiosa lección en nuestra gestión cotidiana de la empresa. Cuando apostemos por una decisión, debemos asegurarnos de que vamos a poder cumplirla con todas nuestras fuerzas. De no hacerlo así, corremos el riesgo no solo de dejar a nuestros socios en la estacada (otros departamentos, nuestros clientes, nuestros subordinados), sino también de abocarnos nosotros mismos al abismo, tal y como efectivamente les pasaría a Francia e Inglaterra.
Despejado el frente oriental, los alemanes decidieron invertir el sentido de la ofensiva y volverse contra la alianza francobritánica. El dilema al que se enfrentó el Estado Mayor alemán en aquellas fechas es al que tantas veces se enfrentan los consejos de dirección de las empresas: ¿a quién hacer caso, a los expertos o a los innovadores?
Los expertos son especialistas en hacer lo de siempre, profesionales en sus áreas con ideas forjadas a lo largo de su carrera profesional (“tenemos que hacer lo mismo mejor”, “hagamos lo mismo más barato”). Suelen proponer soluciones mejoradas a los problemas antiguos.
Los innovadores también suelen ser profesionales con dilatada experiencia, pero con nuevas soluciones a viejos problemas (“podemos responder a lo mismo haciendo algo distinto”). Los expertos tachan sus soluciones de arriesgadas, aun cuando, en muchas ocasiones, en su novedad esconden soluciones mucho más seguras.
Los expertos suelen fracasar cuando el entorno ha cambiado y no puede abordarse con mentalidad tradicional. Los ejemplos son múltiples y van desde altos ejecutivos de importantes multinacionales que fallan estrepitosamente cuando quieren comenzar sus propias aventuras empresariales, hasta lanzamientos fallidos de productos protagonizados por empresas con grandes recursos humanos y financieros.
En 1940, el Estado Mayor alemán propuso el Plan Amarillo para atacar Francia. El plan no era más que la versión moderna de la invasión del país galo en 1914: consistía en derrotar al ejército aliado entrando por Bélgica y avanzar sobre París. Básicamente, la estrategia era la de lanzar una ofensiva pivotando sobre el ala norte de Francia, para evitar así la frontera francoalemana.
Sin embargo, un innovador, Erich von Manstein, tenía otro plan. Sabía que Alemania corría el riesgo de sufrir un desastre similar al de la I Guerra Mundial a pesar de la mejor preparación de los nuevos directivos de su ejército y de que estos tuvieran mejores medios a su disposición (tanques, aviones, aparatos de radio, etc.).
Al contrario de lo que aconsejaban los expertos del Estado Mayor (el “consejo de dirección” del ejército alemán), Von Manstein proponía poner el centro de gravedad en el ala sur y romper el frente por donde el enemigo era más débil. De esta forma, el ejército alemán avanzaría hacia el Canal de la Mancha, en vez de hacia París, cogiendo a los francobritánicos en una trampa mortal mediante un movimiento de hoja de hoz. Ante la propuesta del innovador Von Manstein, los expertos militares opinaron algo similar a lo que dirían los expertos en 1975, cuando Bill Gates predijo la presencia de “un ordenador en cada oficina, en cada casa. Microsoft en cada uno de los ordenadores”: “No hay ninguna razón por la que una persona normal pueda necesitar un ordenador en su casa”.
Los alemanes tenían un punto fuerte muy a su favor. Contaban con un buen producto sobre el que apoyarse para su desarrollo estratégico: las Fuerzas Armadas alemanas. En 1940, al producto “ejército alemán clásico” (disciplina, sentido del deber, tenacidad, iniciativa y competencia de los mandos), se le añadió un nuevo ingrediente: la guerra relámpago. Esta táctica era una versión moderna de la guerra de movimientos, pero con aviones y tanques, basada en unos conceptos tan útiles para la práctica bélica como para su aplicación en nuestro día a día: concentración, ruptura, velocidad, autonomía en el mando y visión.
Concentración. Nunca se peca de exceso de fuerza en el punto decisivo. Cuando se planea una estrategia, conviene escoger un punto de máximo esfuerzo sobre el cual lanzar nuestros recursos, desde donde podamos dislocar a placer las defensas del enemigo.
Para alcanzar esta concentración máxima de recursos, a veces es necesario desguarnecer otros frentes, dejar a otras tropas sin suministros o ceder espacio, sin lo cual nunca se será lo suficientemente fuerte en el punto decisivo.
La compañía Unilever un buen día se encontró con que tenía 1.600 marcas distintas, pero que tan solo 50 de ellas significaban el 63% de sus ingresos. Su “Estado Mayor” decidió concentrar recursos en 40 marcas, las llamadas “marcas globales” (Dove, Knorr, Lipton...), que recibieron recursos de forma masiva para garantizar su competitividad en todo el mundo. El resto se clasificó en dos grupos: 360 se mantuvieron para luchar localmente; y las demás, 1.200 marcas, se fusionaron, se vendieron, se eliminaron del catálogo o se dejaron extinguir.
Ruptura. Romper las defensas del enemigo y avanzar. Atacar donde menos se lo espera o, mejor aún, donde no está para alcanzar la deseada ruptura. El esfuerzo alemán se concentró donde menos se lo esperaba el enemigo y donde, a su vez, era más débil: las Ardenas.
El caso de la marca Honda fue parecido. Cuando empezó a vender sus productos en Estados Unidos, prefirió ignorar el gran mercado de automóviles (un mercado rentable, desarrollado, en crecimiento y con grandes competidores). Se centró en un pequeño nicho, el de motocicletas (más fáciles de producir, con menos piezas y con menor interés para la industria automovilística) y comenzó a trabajar mediante la venta a pequeña escala. En 2006, Honda vendía casi un millón y medio de automóviles en Estados Unidos y Canadá.
Velocidad. Mientras estamos en marcha, el enemigo se paraliza, se desorienta, le es difícil concentrar sus reservas en un lugar concreto. La movilidad constante es clave para evitar que nuestra competencia sepa dónde estamos y envíe refuerzos o reservas desde todas partes.
Es cierto que la velocidad conlleva riesgos: dejar los flancos desguarnecidos, quedarnos sin combustible o ser copados. Sin embargo, son riesgos calculados que deben asumirse por los beneficios que conllevan. Muchas veces, no correr ningún riesgo es el riesgo más peligroso.
La historia empresarial está plagada de ejemplos: son muchas las empresas que han comenzado avanzando hacia la conquista de mercados a velocidad de la guerra relámpago transitando por caminos desconocidos, ocupando nicho tras nicho, preocupadas solo por cuánto pueden avanzar en cada trimestre de ventas.
En el momento en que se detengan, aparecerán sus grandes competidores con sus cuadros bien formados de expertos, su artillería financiera pesada y su armamento de flujos de caja. En 1997, casi nadie podía anticipar que sería Google y no Microsoft la que lideraría el desarrollo en la red.
Autonomía en el mando. Los líderes confían en sus subordinados y se apoyan en su iniciativa, experiencia y conocimientos. Los alemanes lo llamaron tácticas de misión (Auftragstaktik) y los gurús de la gestión lo conocen como delegación de poderes (empowerment). Todos los soldados del ejército alemán estaban entrenados para asumir las funciones de sus superiores en el caso de que las circunstancias los obligasen a ello.
La labor del buen gerente es dotar a sus subordinados de un entrenamiento apropiado, proporcionar los medios adecuados, definir las líneas estratégicas y los objetivos, pero permitir que las tropas sobre el terreno decidan.
En 1974, Mohamed Yunus, un empresario de Bangladés, quería hacer algo para sacar a sus compatriotas de la pobreza y, en contra de la ortodoxia de los expertos, decidió empezar a conceder microcréditos a mujeres para que iniciaran trabajos artesanales, sin ningún tipo de aval. Confiaba en que estas personas encontrarían la mejor forma de devolver este préstamo asumiendo responsabilidad sobre él. Los préstamos se devolvieron y, con los intereses generados, se pudieron financiar otros créditos. Ese fue el origen del llamado Banco Grameen y de la Fundación Grameen, que actualmente tiene presencia en 22 países. Su secreto no era otro más que la confianza en la capacidad de la gente de ser responsable o la “autonomía del mando” en estado puro.
Visión. Desde el inicio debemos tener claro nuestro plan y luchar por él hasta el final, evitando ceder a la tentación de perseguir varios objetivos a la vez y de bajar la intensidad deslumbrados por los éxitos iniciales.
La Historia ha demostrado que nada es tan difícil en la guerra como atenerse a un solo plan estratégico. Las promesas impremeditadas y rutilantes, por un lado, y las dificultades y riesgos imprevistos, por otro, ofrecen una continua tentación de dejar la pauta elegida para seguir otra distinta.
La multinacional española Freixenet embotelló sus primeros vinos espumosos en 1914. Sin embargo, fue a partir de 1965, con la llegada de Josep Lluis Bonet, cuando la empresa comenzó su gran desarrollo. Uno de los pilares de su crecimiento fue la expansión internacional. Para ello, Bonet estimaba que el éxito pasaba por controlar el mercado británico y se empeñó con gran inquietud y tenacidad en conquistarlo. Durante 20 años, la empresa perdió dinero con su filial británica, hasta que su cuota de mercado posibilitó los primeros números negros. En 2008, Freixenet vendía 200 millones de botellas en 150 países y generaba el 70% de sus ingresos en los mercados internacionales.
MARCOS JOSÉ JORGE RODRÍGUEZ
Me gustó el ligro y dan ganas de leerlo más en profundidad
Laura Pérez Méndez
Sobresaliente trabajo de ejemplificación de la labor del empresario actual con un evento siempre llamativo y cautivador como la II Guerra Mundial. Excelente.