Introducción
En este fascinante libro, James Surowiecki, el conocido columnista de la revista New Yorker, explora una idea aparentemente sencilla pero que tiene profundas implicaciones: dadas las circunstancias adecuadas, los grandes grupos son más inteligentes que las minorías selectas, por brillantes que estas sean, cuando se trata de resolver problemas, promover la innovación, alcanzar decisiones prudentes e incluso prever el futuro.
Esta inteligencia, o “la sabiduría de la multitud”, se presenta bajo diferentes disfraces. Es la razón por la cual el motor de búsqueda Google puede explorar miles de millones de páginas de Internet y dar con la única que contiene la información que se le ha pedido. La sabiduría de la multitud tiene algo que decirnos acerca de por qué funciona el mercado de valores (y por qué, tan a menudo, deja de funcionar) y es el ingrediente que puede marcar la gran diferencia en cuanto a la manera en que las empresas llevan sus negocios.
Quizá el rasgo más sorprendente de la sabiduría de la multitud sea este: si bien sus efectos nos rodean por todas partes, es difícil verla e, incluso cuando la hemos visto, cuesta admitirla. La mayoría de nosotros, en tanto que votantes, inversores, consumidores o directivos, estamos convencidos de que la clave para resolver problemas o tomar buenas decisiones estriba en hallar a la persona adecuada que tenga la solución. Aunque veamos que una gran multitud de personas, muchas de ellas no especialmente bien informadas, hace algo tan extraordinario como, digamos, predecir los resultados de unas carreras de caballos, tendemos a pensar que este éxito se debe a unos cuantos tipos listos (los expertos) que andan entre la multitud, no a la multitud misma. El argumento de este libro es que no hay que ir a la caza del experto, porque eso es una pérdida de tiempo y muy costosa además. Lo que debemos hacer es dejar de buscar y consultar a la multitud, porque hay muchas probabilidades de que acierte.
La inteligencia colectiva
En el concurso de televisión ¿Quieres ser millonario? se enfrentaba todas las semanas a la inteligencia de grupo con la inteligencia individual, y la de grupo era la que ganaba siempre.
La estructura del concurso no podía ser más sencilla: al concursante se le formulaban preguntas y se le sugerían varias respuestas posibles. En caso de quedar encallado en alguna pregunta, el concursante podía solicitar tres tipos de ayuda. Primero, que se descartaran dos de las cuatro soluciones posibles. De esta manera le quedaba una probabilidad de acertar del cincuenta por ciento. Segundo, consultar por teléfono a un pariente o un amigo, que debía ser una persona señalada de antemano por el concursante como uno de los sujetos más inteligentes que conociese. Tercero, lanzar la pregunta a los espectadores presentes en el plató, cuyas respuestas se recogían inmediatamente con ayuda de un ordenador.
Los expertos acertaban casi un 65 % de las veces, mientras que una multitud reunida al azar elegía la respuesta correcta el 91 % de las veces.
Otro ejemplo ilustrativo: el 28 de enero de 1986, a las 11:38 de la mañana, la lanzadera espacial Challenger se elevó sobre su plataforma de despegue en Cabo Cañaveral. Setenta y cuatro segundos más tarde explotó. A los ocho minutos de la explosión, la onda expansiva de la noticia alcanzó las líneas de comunicaciones del índice bursátil Dow Jones.
En cuestión de minutos, los inversores empezaron a desprenderse de los títulos de las cuatro principales empresas que habían participado en el lanzamiento de la Challenger: Rockwell International, Lockheed, Martin Marietta y Morton Thiokol.
Los valores de Morton Thiokol fueron los más castigados. Casi inmediatamente, el mercado había identificado a esta empresa como la responsable de la catástrofe de la Challenger.
El mercado había acertado. Seis meses después de la explosión, la comisión presidencial encargada de la investigación reveló que los componentes fabricados por Thiokol habían dado lugar a una fuga. Los gases calientes de la fuga incidieron sobre el tanque principal de combustible y esa fue la causa de la catastrófica explosión.
¿Cómo lo acertaron? Lo que ocurrió ese día de enero fue que un grupo numeroso de individuos se planteó una pregunta: “¿Cuánto menos valen estas cuatro compañías ahora que la Challenger ha estallado?”. Y encontraron la respuesta correcta. Estaban reunidas las condiciones bajo las cuales la estimación promedio de una multitud probablemente daría un resultado muy aproximado. Aunque ninguno de los operadores tuviese la certeza de que la responsable era Thiokol, colectivamente estaban seguros de que lo era.
El mercado se comportó con inteligencia ese día, porque satisfizo las cuatro condiciones que caracterizan a las multitudes sabias: diversidad de opiniones (que cada individuo sustente una información particular, aunque no sea más que una interpretación excéntrica de los hechos conocidos), independencia (que la opinión de la persona no esté determinada por las opiniones de las demás personas que la rodean), descentralización (que la gente pueda especializarse y fundarse en un conocimiento local) y agregación (la existencia de algún mecanismo que haga de los juicios individuales una decisión colectiva). Cuando un grupo satisface estas condiciones, sus juicios tenderán a ser acertados. ¿Por qué? En el fondo, la respuesta reside en una perogrullada matemática. Si se pide a un grupo suficientemente numeroso de personas distintas e independientes una predicción, o la estimación de una probabilidad, y se saca luego el promedio de esas estimaciones, los errores que cometa cada una de ellas en sus respuestas se anularán mutuamente. O digamos que la hipótesis de cada persona consta de dos partes: información y error. Si se despeja el error, queda la información.