Introducción
Bill Cowher, el que fuera entrenador de los Steelers de Pittsburgh durante quince temporadas, tenía una política muy clara en la selección de sus jugadores, los componentes del equipo de fútbol americano con más victorias en las Super Bowls. Cowher buscaba deportistas capaces de anteponerse a cualquier tipo de adversidad. Según su criterio, los buenos jugadores eran, sobre todo, personas que habían atravesado situaciones difíciles en sus vidas y no sólo habían sido capaces de superarlas, sino que las habían utilizado para trascender, llegando a un nivel más alto de realización.
Cowher no pensaba que pudiera ganar sin contar con grandes atletas, ágiles y fornidos, pero no le cabía duda de que era posible perder con ellos. En los deportes, como en los negocios y en la vida, las habilidades prácticas tienen un enorme valor para el logro de los objetivos, pero las actitudes mentales, que muchas veces son ignoradas, juegan un rol preponderante en la posibilidad de alcanzar grandes metas.
Cada individuo tiene una forma propia de percibir la realidad; unos ojos a través de los cuales ve las cosas. Y sin embargo, no nos percatamos de que ese éxito y esa felicidad que tanto anhelamos no son más que subproductos de la forma en que nuestra mente capta la realidad. En cierto sentido, nuestra felicidad o nuestro éxito suceden antes de que sucedan: primero ocurren en nuestra mente y después se manifiestan en el mundo real.
La conciencia de que estamos en movimiento perpetuo y de que nuestra vida, como la naturaleza, se rige por estaciones, nos permite sacar el máximo provecho de cada instante y prepararnos adecuadamente para salir victoriosos en nuestros juegos y en nuestros negocios.
Movimiento perpetuo
Muchas personas creen que crecer y madurar son nociones similares y bastante sencillas. Pero en realidad no sólo son conceptos diferentes, sino que en su complejidad está cifrada nuestra naturaleza y trazados nuestros alcances. Porque por más que nos neguemos a aceptarlo, todo cambia. Y en esa medida, la vida exige que nos adaptemos a los cambios. Tal como mudan las estaciones, así las personas debemos cambiar y crecer, y en el saber hacerlo se esconde la posibilidad de vivir la vida intensamente. En esencia, pues, sólo existen dos grupos de personas, las que aprenden y cambian y las que no lo hacen. Sólo las primeras son las ganadoras, pues su preocupación por renovarse y por progresar hace que sean las llamadas a prosperar.
Durante muchos años, la empresa Intel mantuvo el liderazgo mundial en el negocio de la fabricación de chips para ordenadores. Cierto día, sin embargo, y para sorpresa de todos, Andy Grove, que era el líder de innovaciones en la compañía, anunció que dejarían de producir chips y modificarían su estrategia. A muchos les pareció una locura, pero Grove emprendió la tarea y en poco tiempo colocó a Intel como líder mundial en fabricación de microprocesadores para ordenadores portátiles. De no haber ejecutado ese movimiento, seguramente la empresa no existiría hoy en día. Y es que, si bien antes las economías nacionales apenas experimentaban transformaciones, en los últimos tiempos el juego es global y el movimiento, perpetuo. De la misma forma en que las empresas llamadas a prosperar son aquellas que se anticipan y se ajustan a los cambios, así también los sujetos que saben adecuarse a los ciclos cambiantes de la vida son los que podrán sacar los mejores frutos de la misma.
El problema es que existe en nosotros una tendencia natural a evitar el cambio. Cuando las cosas funcionan bien, nos negamos a hacer ajustes y tomar riesgos, y cuando van mal, preferimos acomodarnos a los problemas y tratar de paliar los sufrimientos en lugar de asumir los esfuerzos de implementar una renovación profunda. Nuestro deseo natural de evitar las situaciones incómodas nos hace rechazar la incertidumbre propia de lo variable. Pero si queremos progresar, hemos de abrirnos al cambio y, para hacerlo, debemos aprender a sentirnos cómodos con la incomodidad. En ello radica la madurez. Mientras que una persona inmadura se dice a sí misma que la vida debe ceder a sus exigencias, una madura sabe que es ella quien debe ceder a las exigencias de la vida.
Timothy McVey fue el responsable del horroroso atentado que estremeció a los Estados Unidos en abril de 1995, en el que 168 personas perdieron la vida tras la detonación de una carga explosiva frente al Edificio Federal de Oklahoma City. El día de su ejecución, una mujer que había perdido a su hija en el atentado fue entrevistada en la radio; cuando le peguntaron si sentía algún alivio con la muerte de McVey, la mujer respondió que no sentía ninguno. “Si una serpiente venenosa le mordiera –agregó– ¿usted correría a cazarla o se dedicaría a sanar la herida?” Y concluyó diciendo: “Yo nunca perseguí a esa serpiente. Yo me dediqué a la herida. No siento ningún alivio tras su muerte”. Esas sencillas palabras son una muestra inequívoca de madurez.
El investigador Hans Eysenck presentó hace varios años un estudio en el que demostraba que la gente que había acudido a algún tipo de psicoterapia tenía, transcurrido un año, una tasa de recuperación menor que la de las personas que no habían buscado ningún tipo de ayuda externa. Es cierto que las investigaciones contemporáneas han demostrado que este tipo de terapias pueden lograr excelentes resultados. Pero hay una conclusión que se mantiene, y es que la psicoterapia funciona si el cliente funciona. Por eso mismo, las terapias también han evolucionado, y conscientes de sus limitaciones se han preocupado por incorporar estrategias concretas de crecimiento, definiendo planes e incluyendo formas de medir el progreso.
La madurez implícita en una actitud de perdón como la de esa madre no surge espontáneamente como producto de los sueños y la imaginación, sino que requiere acciones concretas para hacerse realidad. Por ello, y esto lo saben muy bien los entrenadores deportivos, la ausencia de medidas equivale a la ausencia de mejorías. Y así como en el fútbol se marcan anotaciones y se evalúan un conjunto de variables para determinar el desempeño y evaluar el progreso, también en la vida es posible identificar las acciones que demuestran una adecuada adaptación a las circunstancias y a los cambios.
El fabricante de lápices de una elocuente parábola les decía a cada uno de ellos, antes de meterlos en las cajas, lo siguiente: “Hay cinco cosas que debes saber antes de que te saque al mundo para ser lo mejor que puedes ser. Primero: serás capaz de hacer grandes cosas, pero sólo si te permites a ti mismo trabajar con otros. Segundo, tendrán que sacarte punta cada cierto tiempo, pero esto te hará mejor. Tercero, podrás corregir los errores, cambiándolos. Cuarto, tu parte más importante estará siempre dentro de ti. Y quinto, en cada superficie que recorras, deberás dejar tu marca”.
En efecto, lo mejor de cada uno está dentro de sí mismo, pero para poder sacarlo al mundo hay que apoyarse en otros, hacer esfuerzos, enfrentar situaciones difíciles, aceptar los errores y estar dispuesto a enmendarlos, pero, sobre todo, hay que actuar. Sin un trabajo constante, basado en una metodología rigurosa para definir las metas y rastrear los progresos, resulta muy ingenuo esperar grandes resultados. En la actualidad, muchos grandes “gurús” afirman que basta con prever y anhelar fuertemente los grandes resultados para garantizar que éstos lleguen. Y aunque es cierto que la previsión y la imaginación son una parte esencial del crecimiento, esa ilusión fantástica de que los resultados lloverán del cielo no es más que una falacia para atrapar mentes incautas.
gonzalo carrasco
Buenísimo el libro, lo recomiendo bastante.