El duende interior.
Todos nosotros, ya seamos empresas, mandos, empleados o autónomos, contamos con la inestimable ayuda de un duende interior, un ser emprendedor que nos lanza a aventurarnos y a innovar.
Innovar conduce a nuevas realidades, a mercados desconocidos y a más oportunidades. El espíritu de la innovación es ese ser mágico que nos permite ver dichas realidades, mercados y oportunidades.
Podemos ver el ejemplo de Google. La empresa pide a sus empleados que dediquen el 10% de su tiempo a la innovación; además, recurren a la técnica de “cambiar con frecuencia la composición de los equipos” para aumentar así la interacción y la creatividad. Algunos de los logros de esta medida han sido el sistema de claves de acceso no reconocibles, fruto de la colaboración entre quienes habían trabajado en el proyecto de Google Books y aquellos dedicados a los filtros antispam en Gmail. Ese era el duende de Google, su espíritu de innovación.
La innovación es determinante para nuestra supervivencia, pero necesita financiación, y uno de los principales problemas hoy en día es cómo conseguirla. En el sistema financiero tradicional, los bancos se caracterizan por conceder préstamos con garantías, como las que pueden ofrecer nuestra casa, familia o carrera de nuestros hijos, bajo la premisa de que, si no devolvemos el crédito, nos ejecutan los bienes y nos quedamos sin nada. Frente a esta opción, tan enraizada en la sociedad, existe otra más innovadora en la que unos inversores, o una sociedad de riesgo, prestan el capital necesario para el proyecto y, en el caso de que fracase, no penalizan al emprendedor.
Para que los proyectos creativos sean concreciones materializables en el mercado, es necesario tejer una red de riesgo empresarial capaz de financiarlos. Las inversiones en empresas innovadoras y emprendedores, aunque más arriesgadas, tienen una rentabilidad considerable, muy por encima del mercado de valores. De hecho, las empresas de capital riesgo en Estados Unidos y en el Norte de Europa suponen más del 30% de las inversiones en innovación.
La innovación ha de estar centrada en el producto y ser cada vez más abierta, basada en la colaboración, es decir, en los acuerdos entre empresas, entre emprendedores o entre autónomos, tanto para su investigación como para la correspondiente explotación de la propiedad intelectual e industrial.
Praderas fértiles. Se dice que para ser innovador “se ha de pensar raro”. Solamente el inconformismo o la crítica constructiva nos permiten visualizar nuevos horizontes.
Son muchos los ejemplos que lo confirman. Así, Netscape fue fundada por Jim Clark después de que este fracasara en el instituto y en el ejército; y Scott McNealy, cofundador de Sun Microsystems, deja muy claro que quiere que su empresa sea polémica, ya que es el único camino para triunfar y la clave para diferenciarse en una economía cada vez más competitiva.
Todos estos fundadores muestran una característica común: han sido capaces de crear praderas fértiles, es decir, nuevos mercados sin explotar y todavía al margen de la competencia feroz. Así, Richard Branson, propietario de la aerolínea Virgin, cuando vio las dificultades de hacerse un hueco en un mercado tan saturado como el del transporte aéreo, decidió alcanzar su propia pradera fértil. Su rebeldía ha sido considerable: contrató a la polémica banda de punk rock The Sex Pistols; más tarde compró un club nocturno gay; y así sucesivamente hasta poder fundar su compañía aérea. Y más adelante también se convirtió en el primer operador móvil virtual con Virgin Mobile; o creó Virgin Galactic, una empresa de turismo espacial; o, después de un desayuno con Al Gore, se aventuró, de la mano de Virgin Fuels, en la investigación de carburantes más ecológicos.
A veces nos obsesionamos con permanecer dentro del círculo vicioso de competir y competir bajando los precios o haciendo y haciendo más de lo mismo, en lugar de intentar ver un poco más allá y divisar un terreno todavía por conquistar mediante la innovación.
Al igual que ocurre con las praderas, la globalización comporta grandes ventajas, pero también puede suponer deslocalización, por lo que debemos reinventarnos siempre en el arte de la competencia.
Se han de reinventar las personas, las profesiones, los productos, las empresas e, incluso, los territorios. Un ejemplo de reinvención del territorio lo encontramos en el fenómeno de los clústeres (entornos empresariales en los que se agrupa a organizaciones, profesionales y autónomos para desarrollar actividades intensivas en conocimiento), que permiten competir mejor con el exterior. Uno de ellos se creó en una zona industrial en declive, Poblenou, en Barcelona. En su primera fase, esta iniciativa supuso, además de un proyecto de renovación urbana, un nuevo modelo de ciudad que quería dar respuesta a los retos de la sociedad del conocimiento, donde las empresas más innovadoras convivían con universidades, centros de investigación, formación y transferencia tecnológica, así como con viviendas, equipamientos y zonas verdes.
En la segunda fase, se inició la colaboración entre los distintos agentes públicos y privados para impulsar los clústeres en determinados ámbitos de conocimiento en los que Barcelona podía alcanzar una posición de liderazgo internacional. A raíz de esto, se crearon cinco grupos: el TIC, de tecnologías de la información y la comunicación; el Tec-Med, de tecnologías médicas; el de Energía; el de Media; y el de Diseño.
La estrategia clúster se está extendiendo por muchos países del hemisferio norte: Estados Unidos, Francia, Finlandia, España, Alemania, Reino Unido, China, etc. Todos ellos ya utilizan este tipo de organización del territorio.