El fracaso es una parte ineludible de la existencia y una parte muy importante en cualquier vida de éxito. Aprendemos a andar cayéndonos; a hablar, balbuceando; a encestar, no encestando; y a colorear el interior de un cuadrado saliéndonos de la raya. Los que tienen mucho miedo al fracaso acaban por no sacar el máximo provecho a su potencial. Hay una creencia muy seria y bastante común: que una vida feliz se compone de un interminable flujo de emociones positivas y que una persona que experimente envidia o rabia, decepción o tristeza, miedo o ansiedad no puede ser realmente feliz; aunque, en realidad, los únicos que no experimentan estos sentimientos negativos son los psicópatas. Y los muertos. De hecho, experimentar estas emociones de vez en cuando es buena señal (una señal de que seguramente no somos psicópatas y estamos vivos).
Perfeccionistas y optimalistas pueden manifestar los mismos niveles de ambición, el mismo deseo intenso de alcanzar sus objetivos. La diferencia se halla en cómo cada uno aborda el proceso de conseguir sus objetivos. Para el perfeccionista, el fracaso no tiene cabida en el trayecto hasta la cumbre de la montaña; el recorrido ideal hacia sus objetivos es el más corto, el más directo: una línea recta. Todo lo que impide su progreso hacia su última intención se considera un obstáculo inoportuno, un impedimento en su camino. Para el optimalista, el fracaso constituye una parte inevitable del viaje de trasladarse desde donde se está hasta donde se quiere estar. Considera que el recorrido no es una línea recta, sino algo más parecido a una espiral ascendente: si bien se dirige de forma general hacia su objetivo, sabe que a lo largo del camino habrá varios desvíos.
El universo del perfeccionista es ostensiblemente simple —las cosas están bien o mal, son buenas o malas, mejores o peores, un éxito o un fracaso—. Si bien, evidentemente, es importante distinguir el bien del mal, el éxito del fracaso (ya moralmente o en los deportes), el problema de la mentalidad del perfeccionista reside en que, para él, no existen otras categorías. No hay áreas grises, no hay matices ni complejidades. El perfeccionista lleva la existencia de los extremos al extremo. Tiene una mentalidad del todo o nada. Esto no quiere decir que el optimalista sea un relativista que rechaza cualquier noción de ganar o perder, éxito o fracaso, correcto o incorrecto. El optimalista sabe que, si bien estas categorías existen —o ganas el torneo o lo pierdes, o cumples tus objetivos o fracasas—, también se dan una gran cantidad de puntos entre los extremos que pueden resultar necesarios y valiosos en sí mismos.
Al igual que el fracaso, las críticas pueden dejar al descubierto errores e imperfecciones. Debido a su mentalidad del todo o nada, los perfeccionistas perciben las críticas como algo potencialmente catastrófico, como un ataque peligroso a su sentimiento de valía personal. Cuando lo critican, el perfeccionista suele adoptar una actitud extremadamente defensiva y, en consecuencia, es incapaz de valorar la consistencia de dichos juicios y el aprendizaje que de ellos se puede extraer. Dos mecanismos psicológicos lo llevan a adoptar dicha actitud defensiva: el deseo de recibir evaluaciones positivas y el de autoafirmación personal, de que los demás lo vean tal como él se ve a sí mismo. El optimalista, por el contrario, está abierto a las sugerencias. Reconoce el valor del feedback. Aunque puede que no le guste que le señalen sus fallos, se toma el tiempo necesario para valorar abierta y honestamente la validez de las críticas y para analizar cómo puede aprender de ellas y mejorar.
La obsesión del perfeccionista por los "peros" hace que concentre toda su atención en la parte vacía del vaso. Por muy exitoso que sea, sus defectos e imperfecciones eclipsan todos sus logros. Los optimalistas tienden a ser "buscadores de beneficios": a pensar que no hay mal que por bien no venga. Con su capacidad para transformar los contratiempos en oportunidades, el optimalista transcurre por la vida con una mentalidad optimista. No obstante, si bien el optimalista tiende a concentrarse en los beneficios potenciales inherentes a cualquier situación, también reconoce que no todos los sucesos negativos cuentan con un lado positivo, que en la vida ocurren muchas cosas desfavorables y que, en ocasiones, una reacción negativa a los acontecimientos resulta muy apropiada.
El perfeccionista puede ser extremadamente duro consigo mismo, y también con los demás. Cuando comete un error y fracasa, es implacable. Su dureza se origina en la creencia de que es posible ir por la vida tranquilamente, sin cometer errores. Considera que los errores son evitables y, por lo tanto, que la severidad consigo mismo supone una forma de asumir la responsabilidad. El perfeccionista lleva la noción de la responsabilidad a un extremo insano. El optimalista, por su parte, asume la responsabilidad de sus errores y aprende de sus fracasos, aceptando que es inevitable equivocarse y experimentar fracasos. Por lo tanto el optimalista es mucho más comprensivo con sus fallos, mucho más indulgente consigo mismo. Normalmente, la tendencia a ser compasivo con uno mismo se traduce en una actitud amable y compasiva con los demás; lo contrario es igualmente cierto, ya que si uno es muy duro consigo mismo, suele serlo también con los demás.
La rigidez del perfeccionista tiene su origen, al menos en parte, en una necesidad de control obsesiva. El perfeccionista intenta controlar todos los aspectos de su vida porque teme que, de renunciar a parte del control, su mundo se venga abajo. No confía en los demás, a menos que esté seguro de que seguirán sus instrucciones al pie de la letra. Su temor a dejarse llevar está íntimamente relacionado con su miedo al fracaso. El optimalista también se marca objetivos ambiciosos, aunque, a diferencia del perfeccionista, no está encadenado a estos compromisos. Si bien tiene clara la dirección que seguirá, es dinámico y adaptable, está abierto a alternativas diferentes y es capaz de enfrentarse a imprevistos y giros inesperados. Al aceptar que diferentes caminos pueden igualmente llevarlo a su destino, es flexible, aunque no débil, y está abierto a posibilidades sin ser indeciso.
Para seguir siendo útil y competitivo, hay que estar siempre aprendiendo y mejorando, es decir, hay que fracasar. No es una casualidad que las personas con más éxito a lo largo de la historia hayan sido las que más han fracasado. Thomas Edison, que registró 1093 patentes —incluidas las asociadas a la bombilla, el fonógrafo, el telégrafo y el cemento—, declaró orgulloso que había naufragado en su travesía hacia el éxito. Cuando alguien le decía que había fracasado diez mil veces mientras había estado trabajando en uno de sus inventos, Edison respondía: "No he fracasado. Simplemente he encontrado diez mil formas que no han funcionado". Michael Jordan, posiblemente el mejor deportista de todos los tiempos, recuerda a sus admiradores que también es humano: "He fallado más de nueve mil tiros en mi carrera. He perdido casi trescientos partidos. Veintiséis veces han confiado en mí para hacer el tiro ganador y he fallado. En mi vida he fallado muchas veces. Y gracias a eso, he triunfado".
Y luego está el joven que a los 22 años perdió su trabajo. Un año después decidió probar suerte en política, se presentó como candidato al Parlamento y fue rechazado. Entonces, lo intentó en la empresa y fracasó. A los 27 años sufrió una crisis nerviosa, pero se recuperó, y con 34 años y bastante más experiencia, se presentó candidato al Congreso. Perdió. Cinco años después, volvió a ocurrir lo mismo. Lejos de desanimarse por su fracaso, se marcó unos objetivos todavía más ambiciosos y, a los 46 años, presentó su candidatura al Senado. Al fracasar de nuevo, intentó que lo nombraran vicepresidente, de nuevo sin éxito. A punto de celebrar su 50 cumpleaños, tras varias décadas de fracasos y derrotas profesionales, volvió a presentarse al Senado y, de nuevo, no lo consiguió. Pero dos años más tarde, este hombre, Abraham Lincoln, se convirtió en el decimosexto presidente de Estados Unidos.
Estas son anécdotas de personas excepcionales, pero el trasfondo de sus historias es común a millones de personas que han conseguido grandes o pequeñas proezas fracasando en su camino hacia el éxito. El fracaso es esencial para conseguir el éxito —aunque obviamente no es suficiente—. En otras palabras, si bien el fracaso no garantiza el éxito, la ausencia de fracaso casi siempre asegura la ausencia de éxito. Aquellos individuos que saben que el fracaso está íntimamente conectado con el éxito son aquellos que aprenden, maduran y acaban haciéndolo bien. Si no aprendes a fracasar, no aprenderás nunca. Un deseo auténtico de aprender —bien procedente del feedback de otras personas o del que puede proporcionar el propio fracaso— constituye un requisito fundamental para el éxito, ya sea en la banca, en la enseñanza, en los deportes, en la ingeniería o en cualquier otra profesión.
René López
Es un libro en cierta forma liberador, claro que me gusta, nada como reconocer la realidad