El primer requisito para recuperarse de los efectos de un desastre es conocer cuál fue su causa. Las causas pueden clasificarse en seis categorías: información inadecuada, influencia de eventos externos, objetivos confusos o equivocados, tecnologías no probadas, recursos insuficientes y errores en la comunicación y en la gestión. Es importante señalar que es poco frecuente que una sola causa sea el origen de todo un naufragio, ya que, en general, los desastres responden a una cadena sucesiva de errores. Así, por ejemplo, unos objetivos poco claros pueden provocar que los recursos que se asignen no sean suficientes y que la gestión subsiguiente del proyecto no sea la óptima. Es muy habitual señalar como responsable a la última causa que se encuentra y la que resulta más evidente. Sin embargo, esta forma de proceder es un error más. Solucionar ese factor en concreto rara vez salvará a un proyecto de despeñarse por el precipicio; con seguridad, otra crisis aparecerá más pronto de lo esperado.
Información inadecuada. Este es el caso de los proyectos en los que el equipo no está al tanto de toda la información necesaria para llevar a buen término su misión. Podríamos decir que esta causa de fracaso es un riesgo inherente a toda empresa humana, pues existe un límite sobre lo que se puede llegar a saber sobre un tema determinado. La gran variedad de matices relacionados con la falta de información hace que esta causa pueda incluir al resto de categorías.
Eventos externos. En este apartado se incluyen aquellos factores externos que están fuera del control del equipo del proyecto y de la empresa que lo patrocina: influencias políticas, cambios en la propiedad de las empresas, crisis internacionales o desastres naturales. No tener un control directo sobre ellos no quiere decir que no se pueda hacer algo al respecto.
Caso de estudio: el objetivo de un proyecto en el que participamos no hace mucho era reorganizar la subcontratación de servicios informáticos de una empresa de servicios financieros de Estados Unidos. El problema al que se enfrentaba la compañía era un exceso de proveedores para este tipo de cuestiones, de forma que se estaban dilapidando las posibles economías de escala que se derivarían de concentrar en un solo suministrador todos los servicios informáticos. El plazo del proyecto de reorganización se estimó en seis meses y los plazos se cumplieron sin ningún problema. Sin embargo, la víspera del cambio de los antiguos proveedores al nuevo suministrador, el proyecto se paralizó. Es fácil imaginar todos los contratiempos que la cancelación en el último momento trajo consigo. La razón esgrimida por la empresa fue que las condiciones del negocio habían variado y que el proyecto no podía seguir adelante. Sin embargo, existía una causa oculta. El Director de Informática, que había patrocinado el proyecto, había dejado la empresa y su sucesor pensó que al disminuir la burocracia (y con ello la estructura asociada), su departamento perdía poder. Además, en su anterior trabajo había vivido una mala experiencia con el proveedor que finalmente fue seleccionado. Por lo tanto, la causa real de este fracaso fue un cambio en la dirección de la empresa, una circunstancia totalmente fuera del control del equipo de gestión del proyecto.
Objetivos confusos o equivocados. Muchos proyectos fallan porque no se definen unos objetivos claros; otros, porque los objetivos que se marcan están totalmente equivocados.
Caso de estudio: este proyecto tenía como objetivo la construcción de unos contenedores para mercancías peligrosas que debían integrarse en una fábrica, que en el momento de dar comienzo el proyecto se encontraba aún en construcción. Los contenedores requerían de unas dimensiones específicas y una serie de tolerancias para asegurar que los equipos automáticos que los manejarían pudieran trabajar de forma eficaz. Los contenedores se construyeron a tiempo, cumpliendo con los requisitos de tamaño y pasando todas las pruebas que se establecieron a priori. Por lo tanto, el proyecto podía considerarse un éxito. Sin embargo, cuando la fábrica terminó de construirse, se intentó alojar en su interior los contenedores, pero las dimensiones del lugar donde tenían que ser instalados eran inferiores a las de los contenedores. Hubo que elegir entre construir estos de nuevo o reformar la fábrica. Cualquiera de las dos alternativas suponía un gasto adicional enorme.
Tecnologías no probadas. La utilización de tecnologías de última generación trae consigo dos tipos de riesgos. Por una parte, existen más imprevistos de lo habitual y, por otra, se cuenta con poca experiencia sobre cómo solucionar las incidencias que puedan aparecer.
Caso de estudio: el caso del Comet 1, el primer avión con motor a reacción, demuestra cómo el trabajo con tecnología punta puede acarrear resultados inesperados. El Comet 1 se presentó al mercado aeronáutico en 1949 y, por aquel entonces, fue considerado como revolucionario por las prestaciones que ofrecía tanto en velocidad como por el número de horas que podía mantenerse en vuelo sin repostar. Los pedidos comenzaron a llegar poco después y el fabricante, De Havilland, parecía llamado a dominar la industria aeronáutica.
Sin embargo, en 1954, dos Comet 1 sufrieron un incidente debido a lo que más tarde se identificó como un fallo en el sistema de compresión de la cabina de pasajeros. En consecuencia, todos los Comet 1 tuvieron que permanecer en tierra hasta que se aclarara la situación. Se realizaron infinidad de pruebas y, al final, se llegó a la conclusión de que el problema lo originaba el desgaste que sufría el metal con el que estaba fabricada la cabina de pasajeros. Por aquella época, la metalurgia no estaba lo suficientemente avanzada como para prever el deterioro que el metal podía sufrir en un avión presurizado. Está claro que con los conocimientos de que se disponía en aquella época, hubiera sido imposible impedir el desastre. De Havilland ocupa un lugar destacado en la historia de la aeronáutica, pero los pronósticos de éxito acabaron por convertirse en un rotundo fracaso.
Recursos insuficientes. La falta de recursos es una de las causas principales en la mayoría de los proyectos malogrados. Los recursos pueden ser insuficientes por falta de capital, por recursos humanos escasos o falta del equipamiento adecuado.
Cualquier proyecto que tenga dificultades de dinero para hacer frente a los costes que origina está condenado al fracaso. No obstante, un proyecto puede ajustarse a los costes planificados y, sin embargo, terminar también en una completa ruina. Esto ocurre cuando los beneficios esperados no se obtienen por errores en las estimaciones, cambios en las premisas de partida o por modificaciones en los requerimientos del cliente. También se da el caso de que los problemas de recursos se deban a otro proyecto de más prioridad y la organización opte por sacrificar a uno de los dos en aras del objetivo principal.
Las dificultades con los recursos humanos son las primeras que deberían analizarse, porque, con frecuencia, son las que mayores reveses generan. La falta de personal no es el principal problema, sino más bien tener dentro del equipo a las personas menos adecuadas. Los conflictos surgen realmente cuando el grupo lo integra gente que no sabe trabajar en equipo, que no posee las habilidades requeridas, que tiene que atender a varios proyectos a la vez o que necesita formarse durante mucho tiempo más antes de ser productivos.
Por último, no disponer del equipo necesario para realizar las tareas definidas en un proyecto es un síntoma claro de falta de planificación y de una gestión mediocre, aunque no suela ser la causa principal del fracaso de un proyecto.
Caso de estudio: como ejemplo de proyecto que no logró proporcionar los beneficios esperados y que desbordó los costes previstos inicialmente podemos citar el del Millennium Dome de Londres. Esta construcción se planificó con el objetivo de celebrar la llegada del nuevo milenio y suponía la ejecución de tres subproyectos: ampliar una de las líneas del metro de la capital británica, construir el edificio en sí y crear un centro de convenciones y espectáculos. Todas las tareas arquitectónicas y de ampliación del suburbano se llevaron a la práctica según el tiempo establecido.
Sin embargo, quedó patente que las previsiones de visitas para las exposiciones, actos culturales y convenciones habían sido desproporcionadas. Debido a la mala fama del proyecto, la mayoría del equipo gestor abandonó sus cargos y, a los problemas de afluencia de público, se unió la descoordinación del nuevo personal, que tuvo que dedicar mucho tiempo a adaptarse y a tratar de enderezar la situación. En la actualidad, el Millennium Dome no tiene ningún uso público ni privado, mientras que cada mes aumenta el coste de mantenimiento para el erario público. Para los Juegos Olímpicos de Londres en 2012 se reconvertirá en pabellón deportivo, pero queda claro que en su concepción original, el proyecto constituyó un rotundo fracaso.
Errores en la comunicación y la gestión. La planificación y las estimaciones son fundamentales en todo proyecto. Una vez hechas las estimaciones sobre el trabajo que hay que realizar, es necesario establecer quién las llevará a cabo, cómo y cuándo. Existen muchas técnicas de planificación disponibles –gráficos de Gantt, Pert, Wbs,...- que, en esencia, lo que hacen es identificar actividades (o tareas) a nivel individual, establecer su secuencia y asignar los recursos necesarios para ponerlas en práctica. Los errores cometidos en la utilización de estas herramientas son muy frecuentes, precisamente porque la información que se introduce en ellas no suele ser casi nunca la correcta.
Igual que hay muchos proyectos que se ponen en marcha con metas equivocadas, hay otros muchos que sí tienen marcados los objetivos correctos, pero fracasan precisamente por la falta de comunicación de dichos objetivos por parte del gestor del proyecto. Las metas pueden ser difíciles de llevar a la práctica o suponer un reto para el que las emprende, pero siempre tienen que estar claramente definidas. De no seguirse esta regla, el traspié puede estar a la vuelta de la esquina. Una buena fórmula para saber si un objetivo está claramente definido es aplicarle el acrónimo SMART (Simple, Medible, Alcanzable, Realista, en Tiempo).
En 1972, Janis y Mann identificaron un fenómeno que afecta a los grupos de trabajo que aparentemente funcionan correctamente. Este patrón de comportamiento puede conducir a la toma de decisiones equivocadas y, en su caso, al fracaso del proyecto. La causa principal es la falta de comunicación y se da en aquellos proyectos donde el equipo mantiene una muy buena sintonía y disfruta con su trabajo, donde el equipo no recibe críticas del exterior, donde hay un jefe carismático y su liderazgo es seguido por todos, donde no se elaboran planes alternativos, donde el equipo de trabajo no analiza de forma crítica sus determinaciones o donde existe mucha presión para tomar decisiones rápidas. Estos grupos de trabajo parecen estar aislados en su mundo particular, pero muy pronto las cosas pueden empezar a torcerse.
Caso de estudio: en 1999, la NASA atravesó uno de sus peores momentos cuando la sonda espacial Mars Climate se perdió en su viaje hacia Marte. La causa fue que se acercó más de lo debido a la atmósfera del planeta rojo, una circunstancia para la que la sonda no estaba preparada. Este ejemplo demuestra la precisión con la que las misiones espaciales tienen que ser preparadas, porque el error en la trayectoria que siguió la sonda fue tan solo de un 0,00015 por ciento. El origen del problema se debió a que uno de los equipos que planificó el viaje basó sus cálculos en libras de potencia, mientras que el grupo de trabajo que diseñó el ordenador de a bordo de la nave lo hizo en newtons. Como un newton equivale a un cuarto de una libra de potencia, no se consiguieron los resultados esperados. Este error se descubrió a posteriori: había pasado desapercibido en la fase de diseño, en todos los controles de calidad y en las pruebas previas al lanzamiento. Como se ve, por muy profesional y experimentado que pueda ser un equipo, no está de más revisar aquellos detalles que a simple vista puedan parecer obvios.
Aunque las seis categorías descritas cubren la mayoría de los factores que pueden originar el que un proyecto se convierta en una catástrofe, existen otras causas más específicas. En particular, podemos señalar como desencadenantes del desastre el estrés del equipo de trabajo, las disputas legales y la dimensión del proyecto. Las personas que sufren de estrés (término muy distinto a estar cansado o padecer sobrecarga laboral durante un periodo corto de tiempo) son menos eficientes en el desempeño de sus tareas y, en los proyectos en que esas tareas están interrelacionadas, una persona que sufre de estrés puede perjudicar el desarrollo normal de todo el equipo.
Cuando los abogados se involucran en las disputas entre un proveedor y su cliente, el desastre puede estar a punto de producirse. Esto no es porque los abogados deseen hacer daño, sino porque su función es la de proteger los intereses de sus representados y ello lleva a situaciones altamente defensivas. Cuando en la vida de un proyecto aparecen las reclamaciones (porque no se ha finalizado a tiempo todo o alguna de sus fases, o porque no se ha entregado el producto o servicio pactado) y toman las riendas los abogados, el clima del proyecto se calienta demasiado. Las partes dejan de cooperar y cualquier decisión que quiera tomarse tiene que esperar a la aprobación de los expertos legales. En esos casos, algo que se podría haber discutido de manera informal, frente a una taza de café, se convierte en un espectáculo en el que participan una pléyade de directores, consejeros, abogados, etc.
Los proyectos de pequeñas dimensiones y aquellos otros de mayor envergadura cuentan con sus respectivos y particulares problemas. En general, se considera que los proyectos pequeños son más fáciles de manejar que los grandes y que la probabilidad de que ocurra un desastre es menor. Sin embargo, en los proyectos con cientos o miles de tareas y personas involucradas, el fallo en una de las partes no tiene por qué desestabilizar el proyecto global. Pero en los proyectos pequeños, donde existen pocas personas trabajando o incluso una sola, cualquier descuido o problema personal (como una enfermedad o el cambio de empresa) puede suponer un desastre inmediato.
Después de leer el párrafo anterior, podría pensarse que resulta mucho más seguro trabajar en un proyecto de grandes dimensiones. Sin embargo, esto no es necesariamente cierto. Los dos principales enemigos de los grandes proyectos son la complejidad y la interdependencia. Cuando un proyecto supera una determinada magnitud, se vuelve tan complejo que puede no ser entendido de forma correcta. De forma similar, el nivel de relación entre los distintos componentes de un proyecto puede ser tan intrincado que hasta la resolución de un mínimo detalle puede convertirse en una odisea.
A pesar de que las causas de los desastres que se han comentado anteriormente son generalmente aceptadas por todos los autores, hay algunos puntos de vista alternativos. John Seddon considera que todas ellas son, en realidad, síntomas de una falta de conocimiento inevitable en toda aproximación al trabajo del tipo “ordeno y mando”. En su libro A Better Way to Make the Work, Work (Una forma mejor de hacer que el trabajo funcione) se centra en la idea de contemplar una organización como si fuera un sistema. Aboga por la integración de la toma de decisiones con el trabajo: los que las toman son los mismos que tienen el conocimiento. Las decisiones no deberían venir de una jerarquía integrada por gente que no tiene los conocimientos necesarios para tomar dichas decisiones.