Introducción
Un oso ha quedado aislado en un bloque de hielo que flota a la deriva, dejando tras de sí un glaciar que se desvanece de forma acelerada. Es muy posible que este tipo de imágenes, propias del calentamiento global, generen en usted conmoción y angustia; pero una vez que se encuentre en los pasillos del supermercado, todas sus preocupaciones cederán rápidamente ante la seducción de los llamativos anuncios que gritan “rebajado”, “bajo en grasas”, “2x1” o “triple protección”.
Su atención será entonces incapaz de ir más allá de la trampa de sus sentidos, y en esa bruma cognitiva, que se ve empujada por la prisa de hacer la compra, no tendrá ni tiempo ni interés para preguntarse en qué medida esas palomitas de maíz que se preparan en unos segundos pueden minar su salud, o si esa camisa tan económica y tan a la última ha sido tejida por niños explotados o si esta asombrosa pantalla de televisión ha contribuido al calentamiento global que está acabando, entre otras cosas, con los osos polares de la imagen que tanto le conmovió.
Imagine por un instante que en el momento de seleccionar los artículos que va a comprar, tuviera usted la posibilidad de conocer con exactitud la historia de cada uno de ellos: saber quién lo hizo y en qué condiciones, cuál ha sido y será su impacto en el medio ambiente, qué compuestos químicos contiene y cuáles son los posibles efectos sobre su salud. Quizás ese mismo zumo de naranja, su favorito y de un precio sorprendentemente reducido, no le sepa igual de bien si le advierten que ha sido producido por niños de 10 años, que ganan un dólar por dos días de trabajo.
Un mercado que ofreciera información transparente, comprensible y suficiente de todos los productos haría de cada compra un acto geopolítico, en el que pagar por un artículo equivaldría a depositar un voto en una urna. Pues tal como evidencian muchos de los ejemplos que aquí se presentan, las acciones colectivas de una comunidad de consumidores bien informada logran revertir la lógica de poder existente entre las empresas y los ciudadanos, otorgando a estos últimos la decisión sobre lo que se debe producir y la forma en que debe hacerse.
Si se quiere orientar los mercados en esa línea, es esencial que las personas e instituciones desarrollen su inteligencia ecológica, que hoy por hoy, y dadas las amenazas que se ciernen sobre el planeta, constituye una habilidad esencial para nuestra supervivencia como especie. Este tipo de inteligencia reúne las capacidades cognitivas para preguntarse por los impactos ambientales y sociales de las propias acciones, junto con una forma específica de inteligencia social que inclina a la persona a esforzarse por consolidar círculos virtuosos, en los que los beneficios ambientales y sociales de sus acciones superen los perjuicios que éstas mismas puedan causar.
El cerebro del consumidor
Desde hace varios años, los neurólogos se esfuerzan por dilucidar los procesos que tienen lugar en el cerebro de una persona que acude a un supermercado a realizar su compra. Lo que han encontrado, hasta el momento, es que las impresiones sensoriales inmediatas y los impulsos emocionales prevalecen sobre el análisis racional de los beneficios a largo plazo de un producto. Basta, por ejemplo, con que el almacén de recuerdos emocionales, que se ubica en la zona interna del cerebro –en una región llamada amígdala–, active una señal de peligro para que inmediatamente rechacemos un producto, sin requerir ninguna consideración adicional.
Tiene sentido. Los evolucionistas han encontrado que la supervivencia de la especie humana obedeció, en gran medida, a nuestra capacidad para detectar rápidamente los peligros y reaccionar de forma efectiva ante ellos. Frente al rugido de una bestia, nuestros antepasados no podrían haberse detenido a valorar las alternativas y sopesar las mejores acciones, pues eso podría haberles costado la vida. En esos casos, simplemente habrían tenido una reacción inmediata de defensa que los habría impulsado a correr. Y esa es la misma respuesta emocional que sigue determinando nuestro comportamiento y que nos protege de un enorme repertorio de amenazas, haciendo que evitemos todo aquello que pueda suponer un peligro para nosotros.
El único inconveniente es que, si bien nuestro sistema integrado de alarma perceptual está programado para advertirnos en un gran abanico de eventualidades, no incluye los riesgos a los que nos enfrentamos en el tiempo presente, y cuyas consecuencias no suelen ser inmediatas sino diferidas en el tiempo. Fuimos diseñados para correr ante el gruñido de una bestia, pero no para sentir pavor ante la presencia de un juguete cuyos vivos colores se han obtenido con partículas de plomo. Fuimos programados para huir ante la amenaza instantánea de ser devorados, pero la sutil exposición a productos nocivos que pueden desencadenar todo tipo de enfermedades, por lo general más dolorosas y letales que la mordedura de un perro, no es capaz de activar nuestro sistema intuitivo de alarma.
Por ello, un agradable aroma, un precio reducido o una imagen atractiva ejercen más influencia en nuestras decisiones de compra que el vago recuerdo de una noticia alarmante sobre el calentamiento global o la imagen sombría de un taller de confecciones en la India que nos enviaron en un correo electrónico.
Sin embargo, el cerebro siempre puede aprender y desarrollar hostilidad hacia algunas eventualidades cuyos perjuicios no saltan a la vista. Y la experiencia ha demostrado que esas aversiones adquiridas pueden alcanzar la misma fuerza que un repudio natural como el que sentimos ante el olor nauseabundo de una fruta podrida y pueden, por lo tanto, constituirse en poderosas fuerza del mercado.
Algo así fue lo que sucedió en 2007, cuando los medios de comunicación estadounidenses desplegaron sus armas contra una serie de productos alimenticios para perros, pastas dentífricas y juguetes con un alto contenido en plomo, procedentes de China, por sus efectos nocivos para la salud. Fue tal el poder de esta noticia, que los consumidores comenzaron a sentir rechazo hacia ese tipo de productos y los vendedores se vieron obligados a introducir la etiqueta “China-Free” para recuperar la confianza de sus clientes. El sistema cerebral de los consumidores, regido por el impulso emocional de la amígdala, no se detenía a discernir entre los juguetes chinos buenos y malos, ni tampoco a considerar que hay otros igualmente tóxicos que no proceden de China: simplemente incorporaba la señal de alarma y predisponía contra el ataque, haciendo que la gente sintiera miedo frente a los productos chinos y, en consecuencia, dejara de comprarlos.
Cuando los riesgos invisibles de un producto se hacen visibles para el cerebro humano, la persona puede incorporar esa información a su sistema emocional de alarma y desarrollar una aversión hacia el producto en cuestión. Y si los consumidores dejan de comprar un producto porque es nocivo, o porque en su fabricación se han vulnerado los derechos humanos o se han causado grandes perjuicios para el medio ambiente, ese rechazo terminará repercutiendo en la forma de fabricar los artículos.