Resulta sorprendente observar la gran cantidad de decisiones que acaban de forma desastrosa. En febrero de 2003, el transbordador espacial Columbia se desintegraba al entrar en contacto con la atmósfera terrestre. En mayo de 1996, los expertos montañeros Rob Hall y Scout Fischer morían en las laderas del Everest, junto con tres de los clientes que tomaban parte en la quinta expedición comercial y a los que guiaban hacia la cima de la montaña más alta del mundo. En 1985 Coca-Cola cambiaba la fórmula de su producto estrella agraviando a su fiel clientela. En abril de 1961, una brigada de exiliados cubanos respaldados por el gobierno de Estados Unidos invadía la Bahía de Cochinos: las fuerzas de Castro capturaron o mataron a casi todos.
Algo falló en todos los casos. Ese algo fue el proceso de toma de decisiones. Cuando un líder es poderoso, a la gente le cuesta decir lo que piensa de verdad y prefiere fingir que está de acuerdo con una decisión a la que en realidad se opone. Un proceso de toma de decisiones en que la gente pueda expresar abiertamente sus puntos de vista y discutirlos con vehemencia, sin que ello tenga consecuencias secundarias, resulta clave para llegar a las conclusiones adecuadas y tomar las determinaciones correctas.
Desgraciadamente, si los directivos se enzarzasen en una discusión acalorada durante el proceso de decisión, los empleados podrían salir insatisfechos con el resultado de la reunión, enfrentados a sus colegas y sin el compromiso sincero de llevar a cabo lo acordado. Es aquí donde se encuentra el reto fundamental de todo líder, en utilizar sabiamente el enfrentamiento y la discrepancia de opiniones para asegurar la calidad de las decisiones, a la vez que generan el consenso que se necesita para implementarlas de forma eficiente. Algo que ya en el siglo VI a.C. el rey persa Ciro el Grande resumía en cuatro palabras: “diversidad de consejo, unidad de mando”.
Al analizar el fracaso de una estrategia, no es raro verse asaltado por la pregunta de cómo individuos tan brillantes pudieron tomar decisiones tan desacertadas. Sin embargo, dicho fracaso no puede atribuirse a un solo individuo. Nos acercaremos más a la realidad si examinamos los patrones de elección y decisión desde una perspectiva temporal. Entonces también descubriremos que existen una serie de mitos en torno a la toma de decisiones estratégicas.
Según un primer mito, el director general es quien toma las decisiones estratégicas. Esto es incierto, pues la toma de esas decisiones conlleva una serie de actividades simultáneas por parte de personas que están a diferentes niveles dentro de la organización. En segundo lugar, existe la falsa creencia de que las decisiones se adoptan en las salas de reuniones, cuando en realidad la mayor parte del trabajo real se efectúa fuera de ellas, en conversaciones entre dos personas o en pequeños grupos. En tercer lugar, se piensa que las decisiones son el fruto de complicados ejercicios intelectuales, cuando lo cierto es que las decisiones estratégicas surgen de forma no lineal y, con frecuencia, aparecen antes de que los directores definan el problema o analicen las alternativas. Por último, suele creerse que los directores deciden y después actúan, pero la verdad es que las decisiones estratégicas suelen evolucionar a lo largo del tiempo y se desarrollan mediante un proceso repetitivo de elección y acción.
Responda con sinceridad a estas preguntas: ¿se ha guardado su opinión alguna vez en reuniones con directivos de la empresa? ¿Ha aprobado en algún momento una propuesta de su jefe o de un compañero al que respeta, a pesar de que le inundaban las dudas, y después ha comenzado a ingeniar formas de alterar o invertir el curso de la decisión?
Sepa que no es usted el único. Muchos grupos y organizaciones evitan el enfrentamiento y la discusión acalorada por diversas razones: cohesión grupal, prestigio de alguno de sus miembros, incomodidad que causan las situaciones violentas, etc. La experiencia fatal sufrida por la expedición comercial al Everest dirigida por Hall y Fischer, que se saldó con cinco muertos entre los cuales se contaban los dos prestigiosos guías, refleja la dinámica grupal imperante en muchas reuniones de directivos y juntas de dirección del mundo.
Supervivientes y expertos montañeros, al analizar en retrospectiva la tragedia, coinciden en que los dos guías tomaron varias decisiones desacertadas en el día final del ascenso. Dada la peligrosidad y el horario tan apretado de esa jornada en que debían coronar el Everest, desde el primer momento los guías habían abogado por la “Ley de las 2 en punto”, según la cual quienes no hubiesen llegado a la cima a las dos, debían renunciar a su propósito y dar la vuelta. Sin embargo, todos los miembros del equipo, guías incluidos, llegaron a la cima después de las 14:00 horas.
Por otra parte, los miembros del grupo no habían mantenido contactos previos a la expedición, por lo que durante el breve espacio de tiempo que pasaron juntos no pudieron crear los vínculos de respeto y confianza mutuos necesarios para la cohesión grupal. Además, como grupo nunca discutieron abiertamente la elección de seguir adelante. Desgraciadamente, el protocolo “guía-cliente” vino a reforzar esta conducta, ya que Hall había dejado claro desde el principio que durante el ascenso no toleraría ningún desacuerdo con sus decisiones. No en vano, era su quinta expedición comercial al Everest y todas las demás habían concluido con éxito.
En poco tiempo, la deferencia hacia los “expertos” se convirtió en una conducta rutinaria para los miembros del equipo. Cuando esos expertos comenzaron a quebrantar sus propias normas y procedimientos y a cometer otros errores cruciales, ese patrón de deferencia persistió. El resto de los miembros, menos conocedores del tema, se guardaron sus dudas y preocupaciones.
Son muchos los grupos en los que no reina un ambiente de respeto y confianza mutuos, en donde el diálogo abierto encuentre tierra fértil. Aunque, por suerte, la mayoría de las decisiones que se toman en el seno empresarial no son cuestión de vida o muerte. Sin embargo, también es cierto que el enfrentamiento y la discrepancia de opiniones no están exentos de riesgos. Cultivar el enfrentamiento puede resultar peligroso. Existen dos formas de enfrentamiento: el cognitivo y el afectivo. El enfrentamiento cognitivo conlleva un precio afectivo, ya que no todas las personas saben ser objetivas. Hay quienes se toman muy a pecho cualquier crítica y ello repercute en las relaciones humanas. De ahí la dificultad para los líderes de fomentar el enfrentamiento cognitivo sin que ello dé lugar a fricciones entre los empleados.
Cabe cuestionarse por qué resulta tan complicado aunar enfrentamiento constructivo y construir consenso. La causa del problema puede ser el estilo de liderazgo de una persona, aunque lo más frecuente es que se deba a patrones disfuncionales de conducta profundamente arraigados en grupos y organizaciones. Hay líderes a quienes les incomodan los enfrentamientos y los hay que optan por infundir temor e intimidar. Asimismo, hay quienes se ponen sus propias trampas mentales y restan importancia a informaciones que contradicen sus creencias, mientras agrandan aquellas que respaldan sus conclusiones originales. Por su parte, el contexto también puede resultar amenazador e influir en el comportamiento de los seres humanos.